Atrapada en un lugar del espacio-tiempo indeterminado, la mansión —cuyos habitantes no pueden abandonarla pues han sido seducidos por ella —, puede despertar en cualquier lugar o época de un modo imprecedible. Eso lo decide la pluma del escritor o escritora que se aloje en Mhanseon. Pero… ¿quién vive en la mansión? Pasa y lo comprobarás.

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5 de junio de 2012

A la sala de música llegó el asombro por Luna


Aún el rostro de Louise continuaba iluminado con la presencia de Héctor, hasta que el paso diáfano de los aviones gemelos dibujando figuras geométricas en dos líneas paralelas sobre el despejado azul celeste, se hicieron concurrentes. No pudo ocultar la agitación de su cuerpo, y, como una abeja, clava el aguijón en su alimento, aferró ella las uñas a la tierra. Un extraño frió emanó de su traslúcida piel, luego, como pudo, posó las manos, para proteger protegió el rostro de la imparable escarcha que a él llegaba, en plena primavera; al tiempo intentaba evadir las lenguas blancas que dejaban las turbinas en el cielo.

Corrió hacia la rotonda que circula la garita del constado izquierdo a la entrada principal de la mansión en busca de refugio. Caía, caía y volvía a caer. Llamó angustiosamente a una tal Helen, y pidió auxilio a un hombre, quizás su marido, quizás su ayudante de enfermería. Pedía la dotación para primeros auxilios.

Todos quedamos atónitos ante la tragedia que se hacía palpable a los recuerdos de Louise.

Cuando sobrevolaban de regreso las aeronaves, venía ella a nosotros. Allí, quizás en su imaginario, yacían los heridos, tropezaba bruscamente dejando a medio camino el maletín salvavidas, que no era otro, que una cesta de petunias, y buscó refugio bajo la silla de Benjamín, estrujando sus piernas, y chasqueando la hierba joven que asomaba en la vereda.

Todos vimos conmovidos la escena. Akane emitió en su rostro la sugerencia de socorro para Louise, Tal vez, una voz de aliento cercana o una caricia a sus manos, le devolvería la paz. Héctor continuaba con las manos en los bolsillos y atinaba a aspirar profundamente como si algo le entrecortara la vida. Después liberó uno de sus brazos, se frotó los ojos y pausó la respiración detenida  en un profundo y sonoro suspiro. ¡Cuánto desearía un café cargado o una bebida fuerte!
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23 de mayo de 2012

Imaginarium


—Zoro querido, te tengo muy dicho que nada de uñas de los pies.

—Es que no hay otra cosa.

—Guilles, deja de discutir con el roedor— refunfuñó el Fantasma sacando la llave que había sustraído del comedor.

—Ha empezado él.

—No seas crío, amor— el caballero del alto sombrero de copa sonrió de oreja a oreja.

—Vamos, no tenemos toda la noche— pasaron al interior de la buhardilla donde la oscuridad era casi absoluta. Bajo su sombrero de ala ancha, la mirada del Fantasma se desliza hacia un bolsillo interior del que saca un pequeño libro de tapas de cuero. Al abrirlo, cientas de curiosas luciérnagas azules y mariposas irisadas iluminan la habitación revelando sus miles de libros de donde asoman hadas y otros seres extraños para ver al peculiar trío.

—Estaba pensando, ¿no deberíamos hacer algo con esa chica del pelo largo? Ya nos ha visto varias veces.
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3 de mayo de 2012

Alkimia por Carmen CGOP



Akane se quedó sin habla al entrar en el comedor donde se habían reunido todos los invitados del Conde. Liam y Victoria ya le eran conocidos pero ahora se unían a la escena otros actores que no tenían desperdicio en absoluto.

Héctor, venido de una familia criolla, que andaba paseándose entre las viandas del cuarto mientras Louise, mujer de mirada cargada de tristeza, charlaba con Benjamín Cooper, hombre de color atado a una silla de ruedas, que frente a la chimenea parecía su perfecto opuesto. Todos ellos escritores y desde luego, jamás se ha visto reparto más curioso.


— ¿Le interesan mis invitados, señorita?— se acercó el Conde con una sonrisa de gato.

—Mucho. No sabía que le gustase tanto la literatura, milord, como para juntar a tantos artistas en un solo lugar.

—Es algo de familia, Srta. Fuchida.

—… —nada contestó cuando sus ojos recayeron en un peculiar retrato—. ¿Quién es el misterioso enmascarado?

—Siento no poder contestarla, pero creo que ya se han cruzado por estos pasillos y seguro que ahora mismo nos vigila gran atención— y sin esperar replica, siguió atendiendo a sus invitados, dejando a Akane con la duda de si el hombre de la máscara nassone era el mismo de la capa.


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29 de abril de 2012

Plan de recate por Luna



El graznido de los polluelos, anidados entre la hierba que empezaba a desentumecerse con la primavera. Un sol retando las corrientes aún frías de los últimos pasos del invierno, fueron, éste sábado el más bello despertar para continuar con la tarea de la semana. Más no, podía faltar a la cita con Benjamín Cooper y Akane. Procedí entonces a cercenar esa mañana mi encuentro con Antón Chéjov. Llevé el pequeño al  bolsillero y me dispuse a caminar, tal vez dos kilómetros hacia la colina. Avancé, en ligero trotecillo, hasta encontrar ese apacible refugio entre todo lo apacible de la mansión. El sitio  que me había señalado Akane, era el predilecto de Benjamín, según ella. Hasta allí rueda a diario, bien con un libro, una libreta en donde escribe su diario y cuenta sus propias historias y las de otros. El saxofón o la trompeta nunca faltan.  —Es el espacio, para encontrarse a sí mismo, contemplando los primeros asomos de patos y de cisnes en una marcha tranquila y perfectamente anular, mientras  recrea sus imágenes, que luego repica sobre las hojas blancas de la libreta—. Asevera ella.

Unos minutos antes estuve allí, previos a la hora diez, aproveché seguramente la silla preferida de Benjamín.  Es una banca de apariencia improvisada, situada en el margen izquierdo sobre la vereda sencilla que surge de las huellas de los caminantes. Por ella solo se conducen los solitarios en busca del imperturbable  lago que exhibe desde lejos la hierba joven y tupida que lo incluye y en su estanque, el asomo  infantil de los primeros nenúfares blancos y violetas. 
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16 de abril de 2012

El comedor por Mara Nefill


Mhanseon- 25/07/1878

Para celebrar el verano mi padre organizó una fiesta. Invitó a todos sus amigos a un gran baile. Adorné la casa con guirnaldas de flores y puse alfombras verdes sobre el suelo de cerezo, parecía que el jardín había entrado en la casa a resguardarse de la lluvia de verano.
Yo esperaba a los invitados en la puerta, del brazo de mi padre, procurando que no se manchara el vestido blanco que me había regalado –nunca había tenido uno igual-, parecía la nieve misma hecha seda. El vestido fue lo primero que vio cuando llegó; su padre nos presento.
—Henry Walls, encantado—me dijo antes de besarme la mano—.Permítame, señorita Morrigan, presentarle a mi hijo Henry Liam III.
Mi padre me contó su amistad de años, inquebrantable. Esperaban que esa unión continuara en sus hijos.
Liam me miró fijamente  y dijo: —Esa libreta roja, la de baile, supongo, parece sangre sobre su vestido. ¿Puedo anotar mi nombre?
  Bailé con él una pieza que un viejo conocido de mi padre, Antonin Dvorak, había compuesto para mí: romance para piano y violín. Aunque esa pieza jamás fue compuesta para ser bailada.
El suyo fue el primer nombre escrito en mi libreta roja. Él se llevó el mío escondido en las rayas de su mano.

Mhanseon 25/11/1955

Me gusta verlos llegar. Se aproximan con cautela a la puerta, pensando si llamar o darse la vuelta. Todos arrugan en su mano la carta que los invita. Todos han aceptado, su esperanza los trae a mí.
Liam Walls VI  llegó con su Ferrari berlinetta plata —a juego con el día—, levantando huracanes. Casi se lleva por delante el magnolio mimado de Louise. 
Tuve que esperar a que su nombre volviera a casa, pero esperar es parte del juego, del plan.
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7 de abril de 2012

Hilos en la niebla III por Carmen Fabre



-¡¡Será si yo lo permito!!

Después de decir esas palabras Louise se marchó del salón sin  permitir, si quiera, una contestación por parte de Benjamin o mía. Su modo de actuar se iba convirtiendo en  una costumbre que no lograba asimilar ni entender.

-Ya hablaré yo con ella-dijo Benjamin-  déjelo de mi cuenta, Carmen.

-¿Pero qué le he hecho yo ¿ ¿Por qué me odia de esa manera? A otros de mis compañeros, sé que les trata de modo diferente, les he oído contar sus encuentros con ella… no lo acabo de comprender. Más que preguntas a Benjamin eran reflexiones que yo me hacía, sin esperar contestación.

-Ya le he dicho que no se preocupe, es todo más complejo de lo que parece, Carmen.

Benjamin, movió su silla de ruedas hacia una escribanía que había al fondo del salón. Tenía en su mano una llave  dorada, pequeña y con unas filigranas extrañas, diferentes y muy peculiares. Abrió uno de los cajoncitos y extrajo un sobre amarillento, pero no viejo. Si los objetos inanimados pudiera tener edad vital, yo diría que era joven a pesar de no  parecerlo .En la solapa tenía un sello de lacre rojo, era un círculo con una M en el centro.
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4 de marzo de 2012

Palabras para Héctor I por Susana Carla


Mira; yo siento cómo distancio,
cómo pierdo lo antiguo, hoja tras hoja.
Sólo tu sonrisa permanece como muchas estrellas
sobre ti, y pronto también sobre mí.
Rilke.

Me encontraron peinando su largo cabello negro. Cepillándolo una y otra vez, mientras lo alejaba de la sangre que goteaba desde sus muñecas hasta el suelo gris de linóleo.  Siempre cepillaba  el pelo de mamá antes de ir a dormir mientras ella me contaba una y otra vez el cuento de Momotarö, el niño nacido de un melocotón.  Aquella vez fue distinto, yo le conté el cuento a mamá, muy bajito, mientras anudaba su trenza por última vez. Una trenza perfecta.

Cuando me llevaron lejos de aquel cuarto de baño, de nuestra casa en Chikura, de mi hermoso mar azul  y de nuestros cerezos, nunca volví  a ser la misma y mi padre tampoco. Yo aprendí a disimular la tristeza, a seguir sonriendo,  papá aprendió a disimular que bebía, y los dos aprendimos que la vida continúa implacable, arrasando todo aquello que no quiere fluir con ella y devorándonos poco a poco.  A papá le devoró hasta la tumba.

Dos años después de trasladarnos a Oxford papá murió en un accidente de tráfico. Yo sólo tenía 12 años, un clarinete que ya no tocaba y una bolsa pequeñita de terciopelo azul que acariciaba continuamente mientras el rector de la universidad soltaba un discurso acerca de lo buena persona que era mi padre y lo sorpresiva que había sido su muerte. Mentía. Todos mentimos cuando alguien se muere. Yo también mentía. Hacía como si no supiera que papá ya llevaba muriéndose dos años. Uno no se muere cuando se le para el corazón sino cuando deja simplemente de vivir.
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19 de febrero de 2012

Esencia por Atxia


Akane se despierta con los primeros rayos del sol. A pesar de la serenidad que reina en la casa, Akane necesita bañarse en la armonía de la naturaleza. Ella es su guía en la búsqueda de la tranquilidad, de la paz, del silencio que necesita para estar atenta.

Sale de su habitación y, cuando llega al final del pasillo, ve la puerta de la habitación de Louise entreabierta. “Qué extraño, con lo celosa que es Louise de su intimidad. ¿Estará bien?”  Llama suavemente. -¿Louise, estás ahí? -nadie responde. La habitación está impecable. Mira a su alrededor y apenas encuentra objetos personales, como si fuera la estancia de una persona acostumbrada a viajar sin equipaje, consciente de que todo lo que necesita está en su interior. Se acerca al escritorio que hay frente a la ventana que da a su querido invernadero. Junto a un portarretratos, del que supone será una fotografía de su marido e hija, hay unos pequeños frascos de cristal con unos rollos de papel en su interior. A su lado, junto a un recipiente vacío, un folio con un pequeño poema, apenas dos versos escritos con una elegante letra, un nombre y una fecha.

“Escucho ese latido, eterno,
que se antepone al silencio.”

Samai, Camboya, 1976


Akane coge el portarretratos y mira la fotografía. Es una escena divertida en la que un hombre moreno, de rostro anguloso y unos dulces ojos almendrados, eleva por el aire a una niña de unos siete u ocho años con una cara risueña y pecas que le dan un aire travieso. Unos pasos airados atraviesan la habitación asustando a Akane. -¡Deja eso ahora mismo! –grita Louise mientras intenta quitarle el portarretratos. En el forcejeo, la imagen se cae al suelo rompiéndose el cristal protector en mil pedazos.
-¡Mira lo que has hecho!
-Pero yo...Louise, lo siento, no era mi intención.
-¿Ni siquiera entre estas paredes puedo encontrar un poco de paz? ¿Quién te ha dado permiso para registrar mis cosas?
-Yo... vi la puerta abierta y entré a ver si estabas bien.
-Ya, como si a alguien le importara lo que pudiera ocurrirme. ¡Vete, aléjate de mí! 
Akane sale corriendo sin poder evitar que las lágrimas aneguen sus ojos, mientras Louise, con furia, recoge los cristales de suelo y, al tirarlos a la papelera, se corta la mano. Lousie asombrada de conservar aún la capacidad de sentir dolor, mira como las gotas de sangre ruedan por su palma. “Llevo tanto tiempo escondida entre plantas, que  me he olvidado de que soy humana.” Su marido, desde la fotografía, parece asentir. “Quizás haya sido demasiado dura con Akane. Ella siempre ha sido amable conmigo y, cada vez que ha intentado acercarse a mí, solo ha recibido desplantes.” Tras lavarse y curar la herida decide ir en su búsqueda. Mira en su habitación, en el salón, en la sala de música, en el comedor... y, al no encontrarla, se dirige hacia el bosque.

Hace frío. Nubes de tormenta se ciernen sobre el horizonte. Louise se sube el cuello del abrigo para resguardarse del inmisericorde viento de enero. –Akaneeeeeee. Las primeras gotas comienzan a caer cuando llega al borde del lago y la encuentra sentada en una roca.
-Vamos, regresemos a casa.
-Déjame tranquila...
-Ya tendremos tiempo de discutir después. ¿No ves que se avecina una tormenta? Deja de comportarte como una chiquilla.
Akane se levanta ofuscada y, sin mediar palabra, comienza a caminar. Louise va tras ella. Las gotas de lluvia se multiplican y ambas corren hasta guarecerse en el invernadero.
-Akane, yo...lo siento.
-¿Sentir? ¡Tú no sabes lo que es sentir...! ¿Crees que eres la única que ha sufrido? Te escondes entre tus plantas, en tus poemas...Tu vida está vacía, solo albergas odio.
Louise, con el rostro lívido, se sienta en un banco que hay a su lado.
-Qué fácil es juzgar sin conocimiento de causa, Akane, confundes odio con rabia. Si, siento rabia porque no comprendo que el ser humano, siendo capaz de realizar verdaderos prodigios, se haya convertido en un ser autodestructivo que devasta y mutila los sueños de la buena gente. He aceptado que no tengo influencia en el devenir de muchos acontecimientos, soy consciente de ello, demasiadas personas han muerto en mis brazos como para no saberlo...pero admitirlo no me exime de la responsabilidad de cambiarlo. Dices que mi vida está vacía, qué equivocada estás...Soy heredera de un plan que Yerik, mi marido,  y yo comenzamos hace años y  me legó tras su muerte. Recoger en mis poemas la esencia de aquellos que no pudimos ayudar y salvar en vida. Recordarlos, preservar su memoria, recatarlos del olvido que supone formar parte de una fría estadística...Sentir y saber que ninguna muerte carece de sentido.

Lousie se levanta y, sin añadir ni una sola palabra más, se dirige hacia la casa. Una vez en su habitación, tras secarse y cambiarse de ropa, se sienta en el escritorio. Coge un folio de papel y escribe:

“La calle amanece gris,
vacía, distinta…”

Constantin, Rumania, 1985

Alguien llama a la puerta. Louise la abre y se encuentra con Akane que le muestra, sin decir nada, unos frascos de cristal. Louise sonríe. Es la primera vez que Akane la ve sonreír.

Atxia
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12 de febrero de 2012

La Destrucción de Mhanseon. I por Kudzu

Estoy dentro y desde dentro destruiré 
la obra de Keridil Torn.

Borraré de este mundo todo rastro de Mhanseon y de la estirpe maldita que lo creó. Restableceré el equilibrio entre mi mundo y este y vengaré todo el dolor que Morrigan nos produjo con su engaño su abandono y su traición. Mi mundo se muere y yo soy su última esperanza.

"En toda muerte debe haber arte", dice el lema de mi casa. Soy un asesino. No soy cruel, cobro deudas y saldo cuentas con la cantidad de sufrimiento adecuada. He tardado días en matar a alguna de mis presas, con otras han bastado unas horas  y otras han muerto tras un suspiro, sin aviso ni dolor. Soy heredero de un arte milenario.

Morrigan llegó a nuestro mundo hace más de doscientos años, era una niña cuando apareció en el centro de la Villa y fue tal la sorpresa que produjo su presencia que el Consejo se reunió excepcionalmente para analizar el fenómeno.
Sabíamos que venía del mundo de Losotros pero nunca antes uno de ellos había sobrevivido en el nuestro sin ayuda. Sólo nosotros conocíamos las puertas que los comunicaban y sólo nosotros podíamos abrirlas, pasar al otro lado y traer, eventualmente, a un nativo. Las puertas se mantenían cerradas. Excepcionalmente, se abrían cuando el Consejo necesitaba más sueños,  cuando era necesario buscar algún proscrito que, huyendo de los de los cazadores, pasaba al otro lado o cuando uno de los nuestros renunciaba a su vida aquí.

Usábamos los sueños de Losotros para nacer, crecer y alargar nuestras vidas. Manteníamos un equilibrio perfecto. No abusábamos del robo de sueños. Las visitas al otro lado eran escasas y muy vigiladas.

Morrigan vino a romperlo y a poner en peligro la existencia de todo mi pueblo, de todo mi  mundo. Ya de niña podía moverse entre ambos e incluso era capaz de abrir puertas a otros que nunca imaginamos que existieran. Era dulce y encantadora o tozuda y caprichosa cuando se obstinaba o no se hacía su voluntad.

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11 de febrero de 2012

Detrás del espejo por Alina


Todo el mundo te mira como a un pajarito bajo una lluvia de cristales pero tu fragilidad física es engañosa. En tu mirada, bajo la dulzura, hay algo inquietante. Tal vez solo es profundidad o vacio. Cortas y pegas, solo proyectas imágenes que otros se hacen de ti y eso te muestra adorable. ¿Quién eres tú? Pronto te habrás ido. Te llevarás tu silencio, lleno de matices ininteligibles para mí. Apenas quedara algún objeto olvidado en el fondo de un cajón, cosas que no significan nada, imágenes congeladas, migajas de realidad. Tendré que acostumbrarme a dormir sin la calma que me produce tu respiración. Tu olor se volverá rancio en mi memoria. La impotencia de no saber quién eres, de tener que conformarme, es lo que me impide avanzar. Nunca me dejaste hundir las manos en tu esencia, ni un solo instante. No la habría dañado ¡joder! No lo habría hecho… No lo habría hecho… Estabas al alcance de mis dedos y no pude rozarte. Solo tocaba la superficie fría del espejo y me engañaba mansamente. Tú me dices que no es a ti a quién amo, que ésa no eres tú. No sé quién es la mujer que vive aquí y hace maletas. No sé a dónde se marchó mi niña y, sobre todo, porque no me llevó con ella. Ella no me haría tanto daño. Ahora lloras, en silencio, escuchando mis palabras, pero solo es un reflejo más.

 (Fragmento de carta a Akane)

Alina
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Akane por Susana Carla


 Ilustración de Michal Lukasiewicz


- Ven Akane. 

Las palabras llegaron desde detrás de la puerta del salón principal. La voz oscura y profunda no dejaba lugar a dudas, Héctor  esperaba y – como bien sabía ella – a Héctor no se le podía hacer esperar. Su menudo cuerpo caminó trémulo hasta el salón. La moneda de cambio con la que habría de pagar su estancia en la Mansión era su propio cuerpo y aquel era el momento de empezar a pagar.

“Cuerpo, silencio, entrega”  Esas eran las tres  palabras que tenían la llave de la Mansión, aquel lugar que existía como una promesa oscura de calma. El lugar al que acudían los atormentados, los necesitados del susurro y del regazo suave del olvido. El lugar donde los sueños que ya no podían ser soñados se marchitaban definitivamente y huían. El cementerio de los secretos.

Todos ellos habían recibido la carta unos días atrás. Cuando Akane tuvo en sus manos aquel sobre negro, se estremeció de esa forma en que dicen que te estremeces cuando alguien pasea sobre tu tumba. Leía las palabras de Héctor y casi podía saborear el recuerdo de su voz, aquella voz suave e hipnótica que antaño le regalaba poemas. Esa voz tan distinta a la voz firme y autoritaria del Héctor que aguardaba tras la puerta.

- Ven Akane.

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10 de febrero de 2012

Etsuko por Nanny


La tarde allá afuera es gélida. En el interior de la casa, sentada en el washitsu1, la pequeña Akane disfruta del calor que proporciona el kotatsu2 bajo la mesa mientras su madre, ensimismada, peina su larga melena. 

Lo único que quiebra el silencio es el rugir del mar que rompe en la playa cercana. 

El calor, el sonido de las olas, el suave movimiento del peine sobre su cabello, la van dejando placenteramente adormecida, por eso le llevó un rato darse cuenta de que su madre había comenzado a hablar y, aunque parecía hacerlo más para sí misma que para su hija, Akane se enderezó un poco y prestó atención a lo que decía.

Y habló Etsuko de Kaito, un muchacho fuerte, expansivo, ruidoso e irresistiblemente atractivo del que se enamoró sin remisión y al que sus abuelos rechazaron desde el primer instante. Si Etsuko hubiera sido una buena hija, habría renunciado a Kaito pero era una adolescente tozuda y rebelde, así que siguió viéndolo a escondidas y no se lo pensó demasiado cuando Kaito le propuso fugarse con él. Era todo tan romántico que no supo resistirse.

Contó Etsuko que todo fue bien mientras duró el viaje hasta Tokio pero que, una vez instalados allí, Kaito cambió por completo o, tal vez, se quitó la máscara de amabilidad y encanto que hasta entonces había usado con ella. Kaito bebía y vagueaba todo el día. El resquicio de loca esperanza que quedaba en el alma de Etsuko, el que la hacía creer que Kaito volvería a ser el que era, se resquebrajó con el primer insulto y se hizo añicos con el primer golpe.

Akane comenzaba a sentir frío a pesar del kotatsu. Le hubiera gustado salir huyendo del washitsu para no seguir oyendo a su madre, pero no podía. Quisiera o no, seguiría escuchando hasta el final. Etsuko, sin percatarse de la agitación de su hija, prosigue con su historia. 

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Akane

La gélida tarde en que su madre le contó el temible secreto, Akane anotó en su cuaderno de tapas azules: “Hoy mamá me contó un secreto, un secreto negro, apestoso y amargo. Un secreto que me ha hecho llorar mucho.”

El día siguiente lo pasó Akane debatiendo consigo misma qué hacer con aquel secreto que era demasiado grande para ella. Y anotó en su pequeño cuaderno: “No sé qué hacer con este secreto, me da mucho miedo. Debería contárselo a alguien pero se supone que no debo contar los secretos aunque sean tan feos como este”. 

Finalmente, el segundo día tras la confesión materna, trajo a Akane la solución al dilema y así lo anotó en su cuaderno azul: “Ya sé qué hacer con el secreto de mamá. Voy a esconderlo dentro de una historia que sólo se podrá leer ante un espejo. Luego meteré la historia en una botella y le pediré a Katsuo que me lleve a dar un paseo en su barca. Cuando estemos lejos de la costa lanzaré la botella al mar. Así me libraré del secreto de mamá para siempre. De este modo, compartiré el secreto con alguien pero no se lo habré contado a nadie”.

Dos meses más tarde, la madre de Akane, arrastrada por el tifón de una pena incógnita e insondable, danzó sobre sus delicados pies hasta el cercano océano y hundió en él su cuerpo y su tristeza.

Y Akane, igual que hiciera con el secreto materno, tomó su dolor, lo metió en una botella y lo arrojó al mar del olvido. 

Esa fue, desde entonces, su manera de enfrentar el dolor: esconderlo, ahogarlo, negarlo como si no existiera, aplastarlo antes de que tuviera tiempo de aflorar. Su jovialidad era el tapón que usaba para mantener dentro de su corazón la tristeza acumulada durante décadas.

Muchos años habían transcurrido desde el suicidio de su madre. Akane pasaba unos meses en Inglaterra, en la casa de un viejo amigo y en compañía de otros escritores. Se encontraba a gusto en el lugar, la mansión era agradable, los otros huéspedes encantadores, el paisaje extraordinario, todo, en fin, ayudaba a hacerla sentir serena y en paz.

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El Secreto




Akane se recostó unos segundos en el sillón de la entrada.

Acababa de instalarse en Mhanseon y ya se moría por descubrir cada rincón de aquella enorme casa. Eso sin descuidar sus escritos, su té y posibles compañeros de pasillo pero ahora que tenía un momento, debía aprovecharlo para investigar los secretos de la mansión, por lo que se deslizó escaleras abajo.
  
La mayoría de las puertas estaban extrañamente cerradas y sólo flotaba en el aire el murmullo de algún piano u órgano soñador escondido tras varias paredes. El ama de llaves estaba atendiendo al resto de inquilinos mientras el mayordomo se ocupaba del servicio, pero del anfitrión ni rastro.

De hecho no le habían visto en absoluto ni siquiera para recibirles. ¿Estaría enfermo o le ocurriría algo?
  
¿Uh? Una puerta abierta.
  
Para sorpresa de Akane, llevaba al invernadero. Temía poder perderse o que se volviera a cerrar tras de ella pero en lugar de eso, vio cruzar a grandes zancadas a una figura de estatura pequeña envuelta en capa y sombrero. Sin pensarlo dos veces la siguió al interior, notando al instante que la música del órgano había enmudecido, con lo que cabía pensar que el fugitivo era el singular talento que la daba vida. Pero antes de poder siquiera ver un resquicio del rostro que se ocultaba tras el sombrero de ala ancha, el personaje se había esfumado y había dejado un misterio tras él.

¿Podría tratarse del Conde Mhanseon? ¿Y de ser así qué secreto guardaba? ¿Y si no lo era, quién era el embozado fugitivo?

Estaba visto que aún quedaba mucho por descubrir en aquel jardín de habitaciones y sombras.

Carmen CGOP (Carmen Comendador)
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6 de febrero de 2012

Música, licor, libros y café: El secreto





Recogiendo las mesas, he vuelto a recordar la promesa que hice a Akane Fuchida de levantar el secreto de mi nombre, y revelar que su presencia fortuita fue el engarce entre el azar, ocupado en verme perdido por la ciudad, y la necesidad de hallar en sus calles, un lugar en el que recuperarme. Porque yo llegué enfermo de pena.

Hace ya seis meses que instalé este negocio, y podría decir que se trata del sueño de mi vida, pero el respeto a la memoria de mi mujer y mis hijos, impide que albergue, aún, una diminuta predisposición a sentir felicidad por ver funcionando este local.

Después del accidente que costó la vida a mi familia, y me mantuvo postrado en una cama de cuidados intensivos durante no sé cuánto tiempo, permanecí al amparo de mis padres, y del desempeño diligente de unos abogados que no desaprovecharon la ocasión que les ofrecía un caso tan sencillo como el del fallecimiento de Sandro, Sonia, y Beatriz, en una carretera secundaria. Nuestro coche chocó de frente con un todo terreno que invadió el carril por el que circulábamos. Un suceso que, a golpe de ser frecuente, podría resultar tan ordinario que nadie discutiría que mis niños y mi esposa murieron de un modo vulgar, pero, puestos a elegir, hubiera preferido protagonizar el papel de actor insignificante y sacrificado. A cambio, recibí mi condena: testificar su definitiva ausencia y recibir una damnificación millonaria.

De repente, me vi como un púgil que alza su brazo después de haber recibido una paliza tremenda, pero que, gracias a un golpe afortunado, ha logrado dar con su adversario en la lona. Desorientado por los gritos del público, y los flashes lanzándose como dardos sobre su imagen derrotada, miraría hacia el cielo cubierto por un techo metálico del que solamente alcanzaría a intuir el colorido de las banderas, similar al jersey de Sandro, o a los leotardos ensangrentados de Sonia.
Durante el juicio, permanecía largos periodos cabizbajo porque el recuerdo de la ropa de los pequeños o el vestido recién estrenado de Beatriz, se convertía en una mortaja alrededor de mi cuello, oprimiéndome la garganta, hasta el punto de sollozar de dolor y de tristeza.

¿Qué hacer?

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Secretos, secretos...

Ilustración Benjamin Lacombe
 El camino que conducía al invernadero ribeteaba el delicado manto de hierba fresca con un sendero de pequeñas baldosas de barro. Entre ellas, y saltando de puntillas con sus diminutos pies de geisha, Akane Fuchida hacía equilibrios trasladando sendos vasos de licor en sus manos. No le gustaba especialmente aquel lugar porque el perfume que emanaban las orquídeas tropicales, se le antojaba pegajoso como el hedor que rezuma el alcohol bajo las mantas. Sin embargo, aquella orla vítrea y gigante era el refugio de Benjamin. Un arcano de cristal y gotas saturadas por el vapor, que embellecían las plantas y templaban el maltrecho espíritu del gastado trompetista.
           
Akane se las arregló como pudo para abrir la puerta sin verter el líquido, y tras el esfuerzo, comprobó que, entre el libre albedrío de las hojas, el anciano adusto de piel arrugada como una cáscara de nuez, dormitaba sobre la silla de ruedas, igual que un horno amodorrado por el rescoldo. La luz se tornaba ligeramente irreal, y el ambiente, húmedo y cálido, aletargaba los párpados.

— Whisky on the rocks para el caballero.

— ¿Qué haces aquí pequeña? — Benjamin, sobreponiéndose al sobresalto, enfrentó la mirada de la muchacha con unos ojos negros que parecían haber perdido la vida hacía mucho tiempo —. A ti no te gusta el invernadero.

            Akane se encogió de hombros y se sentó en un banco de madera encendiendo un cigarrillo en su larga pipa. Los dos permanecieron un tiempo en silencio. Uno saboreaba su copa, la otra se distraía en estallar las pequeñas gotas que se acumulaban en las hojas.

— Esconderte de ella no hará que te sientas mejor.

— Cierto, pero de algún modo me protege. Esa mujer es un huracán de rabia que arrasa con todo — argumentó el anciano, permitiendo que su mirada se hiciera cristalina por la emoción.

— Louise sufre.

— ¿Acaso crees que no lo sé? — Benjamín puso sus delgadas manos en el borde de la manta —, pero ¿quién no lo hace? ¿quién de nosotros no arrastra la sombra helada de la pérdida?

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