Atrapada en un lugar del espacio-tiempo indeterminado, la mansión —cuyos habitantes no pueden abandonarla pues han sido seducidos por ella —, puede despertar en cualquier lugar o época de un modo imprecedible. Eso lo decide la pluma del escritor o escritora que se aloje en Mhanseon. Pero… ¿quién vive en la mansión? Pasa y lo comprobarás.

18 de junio de 2012

Atrapados en cristal por Laura Frost


Botellas de cristal fotografía de Jonny Miller

    Cuando Héctor Latorre abandonó el Perú desde el puerto de Matarani en Arequipa portaba un equipaje impropio para alguien que había formado parte de la alta sociedad peruana desde su cuna: una maleta con algo de ropa, una bolsa de viaje con un par de libros y el sombrero panameño que había sido de su padre. Regresar a Perú había sido un acontecimiento extraño y desconcertante, después de tantos años viviendo en Nueva York, pero como nada quedaba allí para él, pensó que en sus raíces encontraría algo de sosiego. Se equivocaba, desde luego. Tampoco había nada allí para él, por eso también se marchó. Quiso dejar a tras sus recuerdos, por aquello de soportar una existencia algo más placentera, pero tampoco le fue posible, así que asumió que debía viajar con ellos.

Una de las ventajas de viajar en barco es que se dispone de mucho tiempo para observar a los demás, y Héctor Latorre siempre había sido una persona muy observadora. Todas las mañanas, a eso de las doce, una señora casi anciana se sentaba en una de las hamacas de la cubierta superior de proa. No hablaba con nadie, ni leía, solo cerraba los ojos y se dejaba bañar por los rayos de sol mientras saboreaba un gin-tonic que ella misma se preparaba haciendo uso de una pequeña botella de cristal. Luego dejaba la botella junto a la hamaca y se marchaba, para repetir el mismo ritual al día siguiente.

Posiblemente, a su alrededor y en aquel viaje, estaban sucediendo muchas cosas, pero a Héctor nada le resultaba más curioso que el comportamiento de aquella extraña mujer. Y así, como quien espera detrás de la puerta en silencio, Héctor comenzó a recopilar una tras una aquellas pequeñas botellas, que comenzaron a tintinear en una maltrecha caja de cartón en su camarote, sin saber muy bien qué hacer con ellas.




— Puede usted congelar sus recuerdos— Héctor se alteró por el aquel susurro que apareció tras de sí.

— Perdón, creo que no la entiendo, señora.

— Digo, que puede usted congelar sus recuerdos, así dejaría de sangrar —la anciana se había sentado junto a Héctor y sacaba de nuevo una botellita de ginebra, en esta ocasión un pequeño ejemplar de The Botanist.

— ¿Y no ha pensado usted que eso es lo que yo necesito? —se defendió él esforzándose para no descomponer la expresión de su rostro.


— Nadie necesita eso, querido.

Héctor se dedicó unos segundos a reflexionar sobre las palabras de la anciana de penetrantes ojos verdes, quizás porque la soledad ya le pesaba o quizás porque llorar amargamente la muerte de la única mujer que había amado tampoco estaba resultando un consuelo, suspiró con resignación y preguntó:

— ¿Y cómo se le ocurre a usted que se pueden congelar los recuerdos?

— Atrápelos entre cristal —sonrió la mujer —, es el único modo de que dejen de hacerse daño entre ellos.

— Pero…¿cómo?

— Use su imaginación, querido.


La anciana se levantó y con un caminar absolutamente genuino se fue alejando por la terraza sin volver la vista a tras. Allí dejó a Héctor entre cavilaciones, el cual, repuesto ya de su sorpresa le lanzó una última pregunta.

— Perdone, señora, no se vaya aún. ¿Podría decirme su nombre?

— Morrigan, me llamo Morrigan — y después desapareció. Héctor comprobó que junto a la hamaca había dejado la pequeña botella de cristal.

Aquella noche arreció un temporal de tal modo que los objetos comenzaron a bailar en el interior de los camarotes como si de cientos de niños en una pista de patinaje se tratara. La caja de botellas salió disparada y todas comenzaron a rodar por el suelo mientras Héctor, inútilmente, hacia un esfuerzo por devolverlas sanas y salvas al interior de su habitáculo. Entonces fue cuando sucedió, de repente, uno de los listones de madera bajo el ojo de buey se soltó y de su interior se escaparon unos rollos de un papel tan fino que Héctor rápidamente identificó como papiro. Se trató de una epifanía, un instante en el que en su interior se dieron respuesta sus preguntas y las piezas del puzzle de su desconsuelo rotaron para encajar a la perfección.

Cuando las olas se apaciguaron y las gotas de agua dejaron de irrumpir frenéticas sobre el cristal, Héctor, habiendo  ordenado la estancia como pudo dada las circunstancias, tomó una pluma y rompió un trozo de papiro para escribir después:


A menudo me provoca la idea de soñarte.
Soñar que dibujas mi cuerpo entre pliegues de sábanas,
que moldeas mi cuerpo con tus besos ágiles,
que vacías mi alma de malos recuerdos.

Y volver a soñarte.
Buscando las palabras que querías decirme,
mirándome a los ojos para decir –te quiero-,
temblando por el miedo a mi ego implacable.

Y, de repente, prefiero escribirte,
escribirme tu nombre sin miedo en los labios
y gritarles a todos el amor con tu nombre,
recitarte en poemas
y he querido buscar en mi alma desnuda
ese pequeño lugar donde te quedes siempre.


Enroscó el papiro y lo guardó con cuidado en el interior de una de las botellas que colocó bajo la almohada, después decidió que había llegado el momento de dormir. Y por primera vez en muchos meses, consiguió que sus ojos se cerraran en seco para esperar el sueño.

A las doce de la mañana del día siguiente la extraña anciana no apareció para ocupar su lugar en cubierta, ni tampoco al día siguiente, ni al otro. Héctor ya no la volvió a ver y un anhelo se le instaló en el pecho, hasta que el viaje terminó.

El enorme transatlántico caló en el puerto de Dover con las primeras brisas otoñales, que son muy diferentes en Inglaterra, y para aquel entonces Héctor ya tenía una curiosa colección de recuerdos en cristal que había guardado con mimo en el interior de su maleta.

Al tomar tierra, mientras los viajeros se apeaban entre el jolgorio y la alegría, Héctor comprobó, no sin sorpresa, como un apuesto y bien trajeado mayordomo se paraba junto a un flamante Jaguar negro y portaba un letrero en el que rezaba: Mr. Latorre. 

—Buenos días, Mr. Latorre, me llamo Arthur Tidesson y he venido a recogerle.

— ¿A mí? — Héctor se caló el sombrero panameño mientras depositaba una mirada de asombro sobre el mayordomo —. Pero, ¿por qué?

— He de llevarle a su nueva residencia.

— Creo que se equivoca, señor. A mi no me espera nadie, soy nuevo en este lugar. 

— ¿Es usted Héctor Latorre?

— Si, efectivamente.

— Entonces no me equivoco — el mayordomo tomó el equipaje con elegancia y se dispuso a colocarlo cuidadosamente en el maletero del coche —. Vamos, suba, de lo contrario llegaremos tarde para el vermut.

— ¿Y a quién le debo esta hospitalidad, si se puede saber?

— Digamos que pronto lo descubrirá. Por el momento, nos espera un largo trayecto. Suba.

Algo en el interior de Héctor se iluminó como la esfera de una vidente y se sintió embargado por un sentimiento de comprensión poco común. Sabía que debía subir a ese coche y también sabía que no debía hacer más preguntas. Por incierto que fuera el futuro que le esperaba al final de ese camino, intuía que no iba a ser peor que el calvario que soportaba en su actual no vida. Así que tomó asiento en la parte trasera del vehículo para solo realizar una pregunta más:

— ¿Hacia dónde nos dirigimos, señor Tidesson?

— A Mhanseon, señor.


¡Plis,plas!
Laura Frost

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