«Se perdió, como el agua en el agua.»
«El tiempo no rehace lo que perdemos»
«―¿Lo creerás, Ariadna? ―dijo Teseo―. El minotauro apenas se defendió.»
«Juzgar a una persona no define quien ella es. Define quien eres tú.»
«Temí que no me abandonara jamás la impresión de volver»
Louise era de él, pero él no era de nadie. Decían de ella que era una criatura que no sentía, que estaba loca porque solo se relacionaba con sus plantas. Ella odiaba las etiquetas, le molestaban hasta en la ropa. Estaba envuelta en una melancolía muy densa, nadie quería acercarse pero, en la mansión, todos opinaban, todos parecían conocerla. Yo miré en sus ojos y comprendí por qué ya nunca se deshizo de la tristeza, comprendí que había vivido todo lo que había visto. Hay seres a los que hasta la luz del sol ―cualquier roce con la vida― parece dañarles irreparablemente y se protegen inútilmente con capas y capas de ropa, de cremas, miles de cautelas que no sirven de mucho porque la sensibilidad es un arma doble filo.
No sé si era tan mayor como parecía. Sé ―por pequeñas conversaciones que mantuvimos― que no le gustaban las confidencias; que se sentía más segura entre los hombres que entre las mujeres; que no tenía amigas; que aquel militar ruso se llevó el sabor y el color de sus días. Él murió, entonces vinieron los días absurdos que dieron paso a días vacíos. Un silencio denso y asfixiante, lleno de matices y de aristas cortantes, lo ocupó todo. Se apoderó de ella un desasosiego impreciso y recurrente, un no saber qué. A menudo recordaba a su abuela, en la sillita de mimbre, hilando lana, moviendo sus manos, serena y abstraída, transformando esa masa informe en un fino cordel y se decía «Hila, Louise, hila tu pensamiento, ponle vértices y obtén algo útil de él. Que no te atrape en su caos. Haz un cordón para atarte el pelo o para sujetar un ramo de colores». La anuló ese desasosiego, ese desagüe abierto en alguna parte. Después de perderle Louise se abandonó ―no como se abandonaba cuando él le hacía el amor y se olvidaba hasta de su nombre― se abandonó rindiéndose. Se dejó llevar por la deriva hueca y ordenada de la rutina. Se levantaba y seguía un guión de actos mecánicos. Fue ahí, en la resignación, dónde comenzó su derrota cotidiana. Los paisajes que habitaba se volvieron planos, como telas de decorado. Su vida perdió las dimensiones que la definían. El gris del asfalto fue tiñéndolo todo, alcanzó los bordillos, empezó a subir por los postes de los semáforos, por las lunas de los escaparates, por el calzado de los transeúntes y llegó a las antenas de las azoteas. Al principio Louise no fue consciente de ello. Un día, de pronto, se dio cuenta. Estaba en medio de un paso de peatones, había un puesto de flores en la acera y… ¡todas eran grises! Cogió un trozo del pan que llevaba en la bolsa, se lo metió en la boca y ¡no sabía a pan! No podía tragarlo. ¡No sabía a nada! Lo escupió. Un tipo gesticulaba desde el interior de una furgoneta de reparto. Louise no entendía lo que quería decirle, de su boca no salían sonidos. Golpeaba el volante pero el claxon no emitía ningún ruido. El disco del semáforo estaba gris. Se acercó más a las flores. Las violetas no olían a nada. Comenzó a andar apresuradamente. Pisaba montones de hojas caídas, se hacían migas bajo las suelas de sus zapatos pero no crujían al romperse.