El graznido de los polluelos, anidados entre la hierba que empezaba a desentumecerse con la primavera. Un sol retando las corrientes aún frías de los últimos pasos del invierno, fueron, éste sábado el más bello despertar para continuar con la tarea de la semana. Más no, podía faltar a la cita con Benjamín Cooper y Akane. Procedí entonces a cercenar esa mañana mi encuentro con Antón Chéjov. Llevé el pequeño al bolsillero y me dispuse a caminar, tal vez dos kilómetros hacia la colina. Avancé, en ligero trotecillo, hasta encontrar ese apacible refugio entre todo lo apacible de la mansión. El sitio que me había señalado Akane, era el predilecto de Benjamín, según ella. Hasta allí rueda a diario, bien con un libro, una libreta en donde escribe su diario y cuenta sus propias historias y las de otros. El saxofón o la trompeta nunca faltan. —Es el espacio, para encontrarse a sí mismo, contemplando los primeros asomos de patos y de cisnes en una marcha tranquila y perfectamente anular, mientras recrea sus imágenes, que luego repica sobre las hojas blancas de la libreta—. Asevera ella.
Unos minutos antes estuve allí, previos a la hora diez, aproveché seguramente la silla preferida de Benjamín. Es una banca de apariencia improvisada, situada en el margen izquierdo sobre la vereda sencilla que surge de las huellas de los caminantes. Por ella solo se conducen los solitarios en busca del imperturbable lago que exhibe desde lejos la hierba joven y tupida que lo incluye y en su estanque, el asomo infantil de los primeros nenúfares blancos y violetas.