Atrapada en un lugar del espacio-tiempo indeterminado, la mansión —cuyos habitantes no pueden abandonarla pues han sido seducidos por ella —, puede despertar en cualquier lugar o época de un modo imprecedible. Eso lo decide la pluma del escritor o escritora que se aloje en Mhanseon. Pero… ¿quién vive en la mansión? Pasa y lo comprobarás.

1 de marzo de 2012

Ningún plan



Tadeusz, Tadeusz… mi primer gran amor, el hombre al que amé como nunca he amado a nadie, el que tenía hielo ardiente en la mirada y se movía como solo lo hacen los gatos y las serpientes… Te recuerdo rubio, hermoso, altivo. El tiempo, ese filtro poderoso, no ha podido hacer nada contra tu recuerdo. Si cierro los ojos, puedo todavía escuchar tu voz con todos sus matices, con su acento eslavo que prolongaba las eses en un susurro de ofidio y se atascaba duramente en las erres; aún puedo ver el brillo maligno de tus ojos azules y el dibujo de tu cuerpo perfecto recortado contra la luz del balcón, como la silueta de algún efebo clásico. Tenías los brazos levantados, tus manos parecían sujetar el muro y tu cabeza erguida desafiaba al mundo. Íbamos a casarnos dos días más tarde, acababas de decirme “Te quiero mía para siempre” y yo, desde la cama, miraba tu espalda, me abandonaba a la placidez del amor recién hecho y no sentía el ir y venir de tus palabras en mi cerebro.

Pero estaban allí, dando vueltas de un lado para otro en mi cabeza, inquietas, buscando un lugar de mi pensamiento donde alcanzar su significado. Tal vez se unieron a otras que vagaban por allí desde hacía algún tiempo o a pequeñas secuencias la película de la que éramos protagonistas o a alguna frase suelta (“¿Otra vez vas a llamar a tu madre? ¿Nunca vas a aprender a vivir sin ella?”) y, entre todas, sin que yo me percibiera, fueron conformando una certeza, una evidencia que se manifestó en el momento más oportuno, justo cuando el sacerdote me preguntaba si te quería por esposo y si te amaría, te honraría y te sería fiel hasta que la muerte nos separara. En aquellos segundos de pesado silencio, de aire denso impregnado de olor a templo cerrado, a cera y a flores, de decenas de ojos fijos en nosotros, mi mente compuso la ecuación de la igualdad: “Para siempre”. Y comprobé, aterrorizada, que no podría aceptar sin más un compromiso a tan largo plazo y que, si lo hacía, estaría engañándote y, lo que es peor, engañándome.

Si las palabras las carga el diablo, aquel “hasta que la muerte os separe” tenía el poder destructor de un misil. Levanté la vista hacia el sacerdote que ya me miraba esperando mi respuesta y luego miré más allá de su rostro congestionado, hacia el retablo dorado lleno de imágenes policromadas. Y luego volví la cara para mirarte a ti, Tadeusz, para fijarme una vez más en tus ojos azules y en el gesto de contenida suficiencia que dibujaba tu cara.

“¡Lo tenías todo planeado para ponerme en ridículo delante de todo el mundo!”, me gritaste días más tarde, cuando por fin decidí contestar al teléfono. No intenté convencerte de lo contrario pero, desde luego, si algo no hubo fue premeditación, si algo no tuve fue un plan; si en aquel momento me levanté el vestido y salí corriendo no fue porque hubiera planeado de antemano el modo más cruel de humillarte. Fue porque, de pronto, todo había adquirido sentido dentro de mi cabeza y me había dado cuenta de que aquel “hasta que la muerte os separe” era demasiado peso para mí, sobre todo cuando implicaba pasar el resto de mi vida con un hombre que me quería suya “para siempre”.

Si la víspera había sido una soleada jornada primaveral, el día de nuestra boda amaneció nublado. En el momento en que salí de la iglesia y empecé a bajar casi volando los escalones de la escalinata de piedra, la tormenta descargó toda su fuerza en un aguacero que tuvo tiempo de empaparme y de manchar de barro el vestido antes de que alcanzara el coche nupcial, entrara en él como un animal perseguido y le gritara al chófer “¡Lléveme a mi casa!”

 A los pocos meses desapareciste, Tadeusz. No he vuelto a saber de ti y no hay nadie que pueda darme noticias tuyas. Pero no me importa. Mi vida ahora transcurre por unos cauces en los que ni tú ni otros como tú tienen cabida, ahora soy muy exigente a la hora de aceptar compañías.  De hecho, acepto pocas más que estos cuadernos en los que escribo relatos que nunca sé cómo terminar. Louise, a pesar de su carácter huraño;  Akane en su fragilidad; Benjamin, Liam, Héctor… Ellos me acompañan en este camino. Y también algunos de los recién llegados.

 Tengo que ver a Akane, antes me dijo que quería que le hiciera un favor, algo de un libro. No sé si ir a buscarla o quedarme aquí y esperar a que aparezca. Es tan relajante contemplar el fuego, es tan confortable este sillón…

Vichoff (Fefa Martí Maldonado)

1 comentario:

  1. Muy bueno, Vichoff, y, como siempre, magistralmente contado...Me alegro de que haya salido corriendo ante ése “ suya para siempre” .

    Enhorabuena, y cuidado con los paseos nocturnos.

    Un beso.

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