Atrapada en un lugar del espacio-tiempo indeterminado, la mansión —cuyos habitantes no pueden abandonarla pues han sido seducidos por ella —, puede despertar en cualquier lugar o época de un modo imprecedible. Eso lo decide la pluma del escritor o escritora que se aloje en Mhanseon. Pero… ¿quién vive en la mansión? Pasa y lo comprobarás.

27 de marzo de 2012

Nada habrá después de ti por Alina


«Se perdió, como el agua en el agua.»

«El tiempo no rehace lo que perdemos»

«―¿Lo creerás, Ariadna? ―dijo Teseo―. El minotauro apenas se defendió.»

«Juzgar a una persona no define quien ella es. Define quien eres tú.»

«Temí que no me abandonara jamás la impresión de volver»


Louise era de él, pero él no era de nadie. Decían de ella que era una criatura que no sentía, que estaba loca porque solo se relacionaba con sus plantas. Ella odiaba las etiquetas, le molestaban hasta en la ropa. Estaba envuelta en una melancolía muy densa, nadie quería acercarse pero, en la mansión, todos opinaban, todos parecían conocerla. Yo miré en sus ojos y comprendí por qué ya nunca se deshizo de la tristeza, comprendí que había vivido todo lo que había visto. Hay seres a los que hasta la luz del sol ―cualquier roce con la vida― parece dañarles irreparablemente y se protegen inútilmente con capas y capas de ropa, de cremas, miles de cautelas que no sirven de mucho porque la sensibilidad es un arma doble filo.

No sé si era tan mayor como parecía. Sé ―por pequeñas conversaciones que mantuvimos― que no le gustaban las confidencias; que se sentía más segura entre los hombres que entre las mujeres; que no tenía amigas; que aquel militar ruso se llevó el sabor y el color de sus días. Él murió, entonces vinieron los días absurdos que dieron paso a días vacíos. Un silencio denso y asfixiante, lleno de matices y de aristas cortantes, lo ocupó todo.  Se apoderó de ella un desasosiego impreciso y recurrente, un no saber qué.  A menudo recordaba  a su abuela, en la sillita de mimbre, hilando lana, moviendo sus manos, serena y abstraída, transformando esa masa informe en un fino cordel y se decía «Hila, Louise, hila tu pensamiento, ponle vértices y obtén algo útil de él. Que no te atrape en su caos. Haz un cordón para atarte el pelo o para sujetar un ramo de colores». La anuló ese desasosiego, ese desagüe abierto en alguna parte. Después de perderle Louise se abandonó ―no como se abandonaba cuando él le hacía el amor y se olvidaba hasta de su nombre― se abandonó rindiéndose. Se dejó llevar por la deriva hueca y ordenada de la rutina. Se levantaba y seguía un guión de actos mecánicos. Fue ahí, en la resignación, dónde comenzó su derrota cotidiana. Los paisajes que habitaba se volvieron planos, como telas de decorado. Su vida perdió las dimensiones que la definían. El gris del asfalto fue tiñéndolo todo, alcanzó los bordillos, empezó a subir por los postes de los semáforos, por las lunas de los escaparates, por el calzado de los transeúntes y llegó a las antenas de las azoteas. Al principio Louise no fue consciente de ello. Un día, de pronto, se dio cuenta. Estaba en medio de un paso de peatones, había un puesto de flores en la acera y… ¡todas eran grises!  Cogió un trozo del pan que llevaba en la bolsa, se lo metió en la boca y ¡no sabía a pan! No podía tragarlo. ¡No sabía a nada! Lo escupió. Un tipo gesticulaba desde el interior de una furgoneta de reparto. Louise no entendía lo que quería decirle, de su boca no salían sonidos. Golpeaba el volante pero el claxon no emitía ningún ruido. El disco del semáforo estaba gris. Se acercó más a las flores. Las violetas no olían a nada. Comenzó a andar apresuradamente. Pisaba montones de hojas caídas, se hacían migas bajo las suelas de sus zapatos pero no crujían al romperse.


La inercia, a través de un trazado aprendido, la llevó hasta un edificio, a sacar unas llaves de un bolso, a subir unas escaleras y a entrar en una vivienda. La atmosfera era agradable, tranquila pero, como en la calle, la niebla de la tristeza parecía haber impregnado cada objeto. Cerró la puerta y ésta no sonó al hacerlo. Las bolsas del supermercado no crepitaron al dejarlas en el suelo. Por alguna razón no se encontraba desubicada. Dio unos pasos, se encontró frente a un espejo y se vio en él. Movió los labios pero no salió ningún sonido. La tristeza era más profunda en sus ojos. Louise era el foco, salía de ella, se expandía en círculos concéntricos que iban ampliándose en espacio y bajando en intensidad. Se acercó y tocó el reflejo de su cara. De sus manos también salían ondas grises. Aquel día Louise se instaló en la mansión, pidió una habitación sin espejos y estar cerca del invernadero.

No se puede decir que Louise no lo haya intentado pero está encerrada en la memoria y no salir hace que se disipe lentamente. Probó algunas cosas. Dejó que aquel tipo de sonrisa felina y ojos llenos de oscuridad se acercase más que los demás, creyó que quizás…  «¡Qué frío tienes!» dijo él mientras le quitaba la camiseta, pero…  siguió haciéndolo, apretó los dientes y siguió haciéndolo.  Louise apretó los suyos y le dejó hacer… y buscaron. Buscaron con esa ansia febril y enfermiza de quien busca sabiendo que no va a encontrar. Buscaron de forma ciega y sorda porque lo que les empujaba no era un deseo a calmar, era un deseo brutal de deseo y eso no se sacia así. Buscaron algo a qué agarrarse y… no estaba en aquella cama. Estaba en otras partes, lejos de ellos y… a Louise le dolió tanto saberlo. Saberlo fue lo peor. Reconocer la derrota, con los calcetines caídos y la cara llena de barro, fue lo peor. Siguió teniendo frío. Nada se lo quitaba.

En aquel entonces fumar ya no estaba de moda, resultaba anacrónico verla todos los días, muy temprano, caminar por los jardines de la mansión consumiendo ávidamente un cigarrillo. Una mañana, cuando yo salía apresuradamente, la lectura accidental de «fumar mata» en la cajetilla a la que ella se aferraba desaceleró mi paso. En ese momento, a medida que caminaba tratando inconscientemente de alejarme, fui comprendiendo, era la tristeza de esperar el final. Después de aquello los días no han parado de rodar. Louise riega sus plantas y se deshace de las hojas muertas. Louise se envenena un poco cada día. Louise no tiene amigos. Louise no habla con nadie. Recorre la mansión en silencio, hace mucho que es solo una sombra que alguien olvidó llevarse.

Nota: Quiero aclarar que Louise aún vive. O quizá no.

Alina

2 comentarios:

  1. Qué hermoso texto, Alina, triste pero de una gran belleza. Lo he leído muchas veces y, en cada una, he encontrado un matiz, una frase, un giro que me fascina. Y ese final haciendo referencia a la sombras me ha hecho pensar que:

    Sombras, reflejo de lo que fueron, mirándose en el espejo de nuestra inconsciencia. Llamando nuestra atención para evadirse, aunque sea durante un instante, de su condición de espíritus dolientes. Que toman cuerpo entre los pliegues del sueño y los misteriosos recodos del tiempo. Sombras como nosotros... fugaces sombras que apenas existimos.

    Enhorabuena por el texto y por tu escritura.

    «Hila, Louise, hila tu pensamiento, ponle vértices y obtén algo útil de él. Que no te atrape en su caos. Haz un cordón para atarte el pelo o para sujetar un ramo de colores».

    Me encanta este consejo que le da a Louise su abuela. Es magnífico y muy acertado, no solo para ella, lo recordaré más de una vez, te lo aseguro.

    Besos y un fuerte abrazo.

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  2. Gracias, Atxia. La sensibilidad es un arma de doble filo, seguro que te has herido tantas veces porque tú la derrochas y… merece la pena ¿verdad? Gracias por leer más de una vez mi texto que con todo el material que nos rodea ya resulta un gran regalo. Eres una gran escritora y para mí son muy importantes tus palabras.
    Un abrazo,
    Alina

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