Atrapada en un lugar del espacio-tiempo indeterminado, la mansión —cuyos habitantes no pueden abandonarla pues han sido seducidos por ella —, puede despertar en cualquier lugar o época de un modo imprecedible. Eso lo decide la pluma del escritor o escritora que se aloje en Mhanseon. Pero… ¿quién vive en la mansión? Pasa y lo comprobarás.

27 de marzo de 2012

Nada habrá después de ti por Alina


«Se perdió, como el agua en el agua.»

«El tiempo no rehace lo que perdemos»

«―¿Lo creerás, Ariadna? ―dijo Teseo―. El minotauro apenas se defendió.»

«Juzgar a una persona no define quien ella es. Define quien eres tú.»

«Temí que no me abandonara jamás la impresión de volver»


Louise era de él, pero él no era de nadie. Decían de ella que era una criatura que no sentía, que estaba loca porque solo se relacionaba con sus plantas. Ella odiaba las etiquetas, le molestaban hasta en la ropa. Estaba envuelta en una melancolía muy densa, nadie quería acercarse pero, en la mansión, todos opinaban, todos parecían conocerla. Yo miré en sus ojos y comprendí por qué ya nunca se deshizo de la tristeza, comprendí que había vivido todo lo que había visto. Hay seres a los que hasta la luz del sol ―cualquier roce con la vida― parece dañarles irreparablemente y se protegen inútilmente con capas y capas de ropa, de cremas, miles de cautelas que no sirven de mucho porque la sensibilidad es un arma doble filo.

No sé si era tan mayor como parecía. Sé ―por pequeñas conversaciones que mantuvimos― que no le gustaban las confidencias; que se sentía más segura entre los hombres que entre las mujeres; que no tenía amigas; que aquel militar ruso se llevó el sabor y el color de sus días. Él murió, entonces vinieron los días absurdos que dieron paso a días vacíos. Un silencio denso y asfixiante, lleno de matices y de aristas cortantes, lo ocupó todo.  Se apoderó de ella un desasosiego impreciso y recurrente, un no saber qué.  A menudo recordaba  a su abuela, en la sillita de mimbre, hilando lana, moviendo sus manos, serena y abstraída, transformando esa masa informe en un fino cordel y se decía «Hila, Louise, hila tu pensamiento, ponle vértices y obtén algo útil de él. Que no te atrape en su caos. Haz un cordón para atarte el pelo o para sujetar un ramo de colores». La anuló ese desasosiego, ese desagüe abierto en alguna parte. Después de perderle Louise se abandonó ―no como se abandonaba cuando él le hacía el amor y se olvidaba hasta de su nombre― se abandonó rindiéndose. Se dejó llevar por la deriva hueca y ordenada de la rutina. Se levantaba y seguía un guión de actos mecánicos. Fue ahí, en la resignación, dónde comenzó su derrota cotidiana. Los paisajes que habitaba se volvieron planos, como telas de decorado. Su vida perdió las dimensiones que la definían. El gris del asfalto fue tiñéndolo todo, alcanzó los bordillos, empezó a subir por los postes de los semáforos, por las lunas de los escaparates, por el calzado de los transeúntes y llegó a las antenas de las azoteas. Al principio Louise no fue consciente de ello. Un día, de pronto, se dio cuenta. Estaba en medio de un paso de peatones, había un puesto de flores en la acera y… ¡todas eran grises!  Cogió un trozo del pan que llevaba en la bolsa, se lo metió en la boca y ¡no sabía a pan! No podía tragarlo. ¡No sabía a nada! Lo escupió. Un tipo gesticulaba desde el interior de una furgoneta de reparto. Louise no entendía lo que quería decirle, de su boca no salían sonidos. Golpeaba el volante pero el claxon no emitía ningún ruido. El disco del semáforo estaba gris. Se acercó más a las flores. Las violetas no olían a nada. Comenzó a andar apresuradamente. Pisaba montones de hojas caídas, se hacían migas bajo las suelas de sus zapatos pero no crujían al romperse.
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26 de marzo de 2012

Felicidad y tristeza por NClarín


Mansheon es la soledad.  Cada día que pasa hay que convencerse de que la realidad aquí es la que es para no enloquecer,  pero la locura se lleva muy bien con la soledad y la soledad está unida a Mansheon.  Se nota en cuanto entras en ella, en cuanto la vislumbras en la distancia. Es una soledad  tétrica, misteriosa y acongojante. Miras a los ojos de sus moradores y en ellos encuentras soledad, contemplas la mansión, y la soledad. Diríase que la soledad es la huésped más ilustre de Mansheon, o tal vez una intrusa  que nos está contagiando a todos su enfermedad sin darnos cuenta. Ahora cada cual vive enfrascado en sus propias meditaciones y pesquisas a la búsqueda de respuestas que aclaren o aporten pistas sobre los secretos que, presentimos, envuelven el presente y el pasado  de Mansheon y el de los  personajes que lo habitan, fascinantes todos ellos, pero enfermos de soledad.

El único momento del día en el que se mitiga esta sensación es el de la comida  cuando, a instancias de Arthur Tidesson, el hierático mayordomo, nos reunimos todos en el comedor.  Es el momento en que intento aprovechar  para ganarme la amistad de Victoria, esa enigmática mujer que, dentro de su apariencia de normalidad, me fascina, pero mis compañeros deben pensar lo mismo que yo, pues siempre se me adelantan, imagino que con las mismas intenciones que las mías. Tiene Victoria una conversación muy ingeniosa y una sonrisa envolvente que cautiva. Así que, como parte de mi plan para no morir en el intento de descubrir lo que esconde y guarda Mansheon, me he propuesto camelármela como primer paso para afrontar mi empresa., y también a Akane, en la que veo yo un corazón de oro y un tesoro de oportunidades para conseguir mis fines.
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24 de marzo de 2012

Da Nang, Vietnam 1975 por Laura Frost



Llueve a cántaros y en el porche de madera de una pequeña casa cerca del mar, una mujer de frondosa cabellera rubia y con la mirada instalada en el infinito, se mece lentamente sobre una antigua mecedora, cubriéndose las piernas con una manta de cuadros escoceses. Las gotas de agua chisporrotean exultantes sobre una arena blanca y sobre un mar, que cuando está en calma, presume de aguas cristalinas. Es época de monzones. En el interior de la casa, reunidos alrededor de la mesa y dos tazas de café, su hermano y una amiga, repiten el gesto de las últimas tardes desde que él llegó, observar a  la mujer de frondosa cabellera rubia a través de la ventana.

—Creo que nunca me he sentido tan lejos de mi hermana.


—Louise es ahora inaccesible para todos nosotros, no te sientas tan culpable —musita la amiga tratando de confortarle.

— No es culpabilidad, es impotencia —replica él, y se recuesta en el respaldo, permitiendo que toda su frustración se escape a través del nebuloso humor de sus ojos.

— Nada puedes hacer.  Ella tiene que despedirse de él. 

- Pues está tardando mucho.

—  Estás siendo muy poco sensible, ¿no crees? ¿Dónde está el médico atento que eres?

— No se trata de sensibilidad — se defiende Sigur con una mirada dura —, es una cuestión de amor. No soporto verla sufrir de ese modo.

— Pero es su dolor. Debes respetarlo —Victoria arremete sin clemencia. A pesar de su porte elegante y sus maneras frívolas, sabe cuáles son sus argumentos: la pena, la angustia y sobre todo, la pérdida.

— No te equivoques, Victoria, siempre he respetado a mi hermana —contesta él con amargura—. Incluso cuando decidió casarse con Yuri. Él era mi amigo, le admiraba. Pero hubiera preferido para Louise un matrimonio menos arriesgado. El ejército ruso, aunque seas un oficial médico, es extremadamente duro.
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22 de marzo de 2012

Café por Nanny


Ilustración Coffe for Mr Kline by Floriandra

A Héctor le gusta el café amargo como la vida y negro como la muerte. 

Las voces del resto de habitantes de Mhanseon le rodean mientras se dirigen al salón dispuestos a pasar una agradable sobremesa. El aroma del café recién hecho llega hasta Héctor transportándolo, momentáneamente, a su país y a una época más feliz. Todos parecen satisfechos y contentos de estar en la mansión, incluso se diría que son felices a pesar de que un halo de tragedia parece rodearlos a todos. 

Liam se pone a su lado, con esa sonrisa entre infantil y arrogante que le caracteriza, golpea su espalda con exagerada campechanía y le murmura algo que Héctor no entiende pero a lo que, igualmente, asiente sonriente mientras Liam lo adelanta. 

Es curioso, piensa Héctor, se diría que todos tenemos pasados bastante trágicos, todos menos Liam que no parece haber sufrido auténtico dolor en su vida. Ni ha perdido familia, ni ha perdido amores, ni ha perdido algún miembro como el resto de nosotros. No, él parece vivir en una especie de feliz burbuja en la que sólo hay cabida para los coches, la ginebra y las mujeres. Sin embargo, su mirada tiene algo... Héctor suspira y sonríe, le gusta el muchacho, no puede evitarlo, le gusta su vitalidad, sus ganas de vivir y ese aire romántico que le rodea. Liam, concluye Héctor, es tan energizante como una buena taza de café por la mañana.
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13 de marzo de 2012

Fulcanelli por Aspid


El libro había quedado sobre la mesa del salón, frente a la chimenea y abierto. Benjamin dormitaba y Rudy corría por el jardín. Ana se calzó las John Smith, se recogió el pelo en una coleta y salió persiguiendo al perro, dejando tras de sí, la puerta de par en par.

“Junto al estanque de los patos, Liam bebía del vaso sin separarse de la botella. Ajeno a los gritos y el ruido que formaban la extraña y el can. Fue necesario que la muchacha cayera sobre su pie derecho para sacarlo de su ensimismamiento..

        -¡Pero qué…! ¿De dónde coño sales? ¿Quién demonios eres?

Exclamó un Liam algo menos borracho que de costumbre, pero lo suficiente como para ser maleducado.”

Ana detuvo un instante el juego con Rudy para observar, curiosa, a aquel hombre con el que acababa de tropezarse en los jardines.

Liam Wall era otro eslabón perdido en la puerta de la locura. Había llegado a Mhanseon tras una serie de incidentes con la justicia. Ladrón, tramposo y trapacero, aún conservaba el instinto de supervivencia intacto.

Era por naturaleza desconfiado, por elección soez, y frío por necesidad.

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11 de marzo de 2012

La doble personalidad de Louise por Luna




--Aquí descansa la Luna-,-- aquí descansa la luna-.

Canturreaba insistentemente una voz yendo y viniendo por la estrecha escalera de piedra que conecta el pasillo de la segunda planta para  llegar a mi habitación. De comienzo, suspendí  mi observación a las estrellas pues sabía que esa noche, Orión hacía su mayor presencia del año y por eso abandoné temprano la cena de gala. Atendí, como los aristócratas gatos con todos los sentidos en vanguardia a la voz que subía y bajaba. Lo extraño era no sentir pasos, oírlos me daba confianza de que quien caminaba por ahí era un mortal. Por fin me atreví a entreabrir la puerta y espere que el canturreo se acercara y así fue. Era Akane Fuchida, vestía un hermoso quimono amarillo, bordado en hilos azul turqueza, el cabello recogido en una moña y trenzada con hebillas de murano. Sus rasgos orientales no le dejaban mentir su origen. Tanto sus ojos como los labios formaban un artístico juego de líneas verticales. De inmediato abrí la puerta 

--Tu debes ser Akane-. Dije, sonriendo.

Ella soltó las líneas de sus ojos y sus labios y los entornó en óvalos graciosos y respondió,

 --si, y sé que tu eres Luna-,- igual sonreí y volví a interrogar, --y ¿ tu, como lo sabes?-. 

Entonces volvió a canturrear con su voz de flauta, --Aquí descansa la luna--, -¡claro! caí en cuenta, que tonta era, mi nombre había sido delatado por la inscripción de la habitación. Ella terminó su canto y me hizo una reverencia japonesa, después extendió su brazo, apoyó la mano en la puerta y dijo:

 --Se que miras todas las noches las estrellas-, 

--si lo hago, cómo lo sabes?-pregunté- 

--Mi habitación está hacia el interior de Mhanseon y la ventana mira en diagonal a este altillo, veo cuando giras el tubo y escucho cuando cambias los objetivos. Me he llenado de curiosidad, pues mis poemas hablan de los cuerpos celestes, mas nunca los he visto más allá de lo que siento-.  

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7 de marzo de 2012

Amigos por Vichoff


—¿Qué hace, señorita Robles?

Marion me dedica una mirada de ligero reproche cuando se asoma al comedor y me ve  aplicada a la tarea de poner los cubiertos en la mesa.

—¿Carne o pescado? —pregunto como si no la hubiera oído. Pero le sonrío y ella comprende.

—Carne, querida—me contesta en tono profesional. Y sonríe también mientras se acerca a mí—, el famoso roast-beef de Arthur, con varias salsas de mostaza y verduras asadas en pudding de Yorkshire.

—Eso suena delicioso, Marion —digo mientras le paso la bandeja con los cubiertos—. Disculpe la intromisión pero me hacía ilusión preparar una mesa para tanta gente.

Me mira confundida.

—¿Ilusión?

—Sí. ¿Le extraña? —Marion asiente y entonces le explico—. Mi padre murió cuando mi hermano y yo éramos pequeños, nuestros parientes vivían lejos y en mi casa solo recuerdo mesas con tres servicios. Me habría gustado tener más hermanos, tíos o primos que nos visitaran, amigos de los que vienen a verte y se quedan a dormir. Me habría gustado ver la mesa del comedor de mi casa extendida, cubierta con un bonito mantel de hilo blanco y dispuesta con la vajilla de mi madre, con las copas de cristal tallado de mi abuela, con los cubiertos de plata, esperando a que llegaran amigos o parientes y la casa se llenara de risas y olor a asado.

—Ya comprendo.

—Por eso me gusta esta casa, Marion, es lo más parecido que he encontrado a ese deseo que nunca se cumplió.

—Le confesaré una cosa: a mí también me gusta verles a todos ustedes alrededor de la mesa. De alguna manera, somos como una gran familia, ¿no cree?

Lo creo, sí. Una familia, con todo lo que eso implica.
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Mhanseon`s Memories: Gato negro por Ritman


Recuerdo que una vez, en mi otra vida, me crucé con un gato negro. Incluso eso me inspiró un poema .
“Hoy me crucé con un gato negro
/pobre gato negro ambulante/
Va a tener muy mala suerte/
de aquí en adelante”.

No creía, por entonces, en las supersticiones y sí en los gafes. Me consideraba un gafe incluso para los gatos negros. Las tornas han cambiado. Ahora que soy invisible en la noche, que la noche es mi dueña y señora, mi hábitat y mi alimento,  que soy todo noche si no abro los ojos sé la única verdad (): esta superstición sobre los gatos negros es cierta. Traen mala suerte. Van cargados de ella. Llevan un gafe dentro. Reencarnado.

Solamente cuando abro los ojos la luz que en ellos se refleja delata mi presencia. Una presencia que, por otro lado, es etérea. Porque pesa poco.  Veintiún gramos exactamente. Lo que dicen, pesa el alma de un hombre. Porque soy un gato negro, soy un gafe eterno y también soy el alma de un hombre.

No hay un plan en previo en los movimientos de un alma en pena. Incluso lo de la pena es discutible. Un alma que abandona el cuerpo mortal por muchas y variadas razones que ahora no vienen a cuento más valdría llamarla alma en júbilo.  El júbilo de estar periódicamente ( como es mi caso, puesto que abandono la osamenta de mi señor, el gran  arrogante y pedante  Liam Walls, cuando duerme) desatada. Y. últimamente  Liam no duerme mucho, por su problema con la espalda. Pero las ya cada vez más contadas veces en el que después de todo el sueño vence al sordo dolor, al rutinario dolor de fondo, os lo repito, escapo al primer ronquido y me encarno en  carnívoro felino, como no podría ser de otra forma procediendo de un hombre que jamás come verduras.
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5 de marzo de 2012

El plan por Ritman



No me acaban de gustar del todo las mujeres que fuman. Si he de beber su aliento, prefiero que, como máximo, me traiga recuerdos de gin tonic o brandy. Sin embargo, y aunque Akane no es ya que fume, sino que fuma en pipa, sí que tiene para mí un cierto atractivo, ese que proviene del misterio. Nunca entraré en el jueguecillo  de los cuentos que contienen claves leidos ante el espejo, porque los juegos para los niños, la vida es demasiado corta para devanarse las meninges en elucubraciones sin más premio que el intelectual. Me interesan los misterios verdaderos, los secretos apremiantes, como el que contiene Mansheon, por ejemplo y para el cual intento elaborar un plan con el fin de descubrirlo.

Se acaba de ir Victoria. Vino por su gato. No se puede negar que es una mujer atractiva. Y lluviosa. Adoro a las mujeres de días lluviosos. Y ella adora a los gatos bastante más que a los hombres. Tiene tres o cuatro. Gatos. Y hombres también tuvo algunos, se dice que a cuatro ha dejado plantados ante el altar y que, con su facilidad para olvidar, solamente los recuerda levemente cuando contempla cada uno de los cuatro trajes  de novia que conserva, como, diría yo, las muescas en el revólver de un pistolero.

-Déjame un día más a Blacky- le pido- Tu tienes algunos gatos más y este, que es negro, da mala suerte.
-¿Mala suerte? ¡Mala suerte vosotros!- responde, aludiendo a los hombres en general y, por ende, incluyéndome en ese nefasto colectivo del que, aunque lo intente, me es tan difícil salir.

La veo marcharse, sonriente y abierta, como los presumibles finales de sus cuentos sin fin. Corre al encuentro de Louise, esa agria, no diría yo que rancia, mujer, que anda cuidando las flores del jardín. Entiendo que, por lo que se dice de su vida difícil y las pérdidas que ha tenido, acumule bastantes razones para esa rugosidad de carácter, que tan fluidamente plasma en sus poemas, de una crueldad y un desprecio exquisitos. Veo besarse a las dos mujeres, sin embargo, y pienso que quien es capaz de besar todavía no está perdido para la vida social.
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4 de marzo de 2012

Palabras para Héctor I por Susana Carla


Mira; yo siento cómo distancio,
cómo pierdo lo antiguo, hoja tras hoja.
Sólo tu sonrisa permanece como muchas estrellas
sobre ti, y pronto también sobre mí.
Rilke.

Me encontraron peinando su largo cabello negro. Cepillándolo una y otra vez, mientras lo alejaba de la sangre que goteaba desde sus muñecas hasta el suelo gris de linóleo.  Siempre cepillaba  el pelo de mamá antes de ir a dormir mientras ella me contaba una y otra vez el cuento de Momotarö, el niño nacido de un melocotón.  Aquella vez fue distinto, yo le conté el cuento a mamá, muy bajito, mientras anudaba su trenza por última vez. Una trenza perfecta.

Cuando me llevaron lejos de aquel cuarto de baño, de nuestra casa en Chikura, de mi hermoso mar azul  y de nuestros cerezos, nunca volví  a ser la misma y mi padre tampoco. Yo aprendí a disimular la tristeza, a seguir sonriendo,  papá aprendió a disimular que bebía, y los dos aprendimos que la vida continúa implacable, arrasando todo aquello que no quiere fluir con ella y devorándonos poco a poco.  A papá le devoró hasta la tumba.

Dos años después de trasladarnos a Oxford papá murió en un accidente de tráfico. Yo sólo tenía 12 años, un clarinete que ya no tocaba y una bolsa pequeñita de terciopelo azul que acariciaba continuamente mientras el rector de la universidad soltaba un discurso acerca de lo buena persona que era mi padre y lo sorpresiva que había sido su muerte. Mentía. Todos mentimos cuando alguien se muere. Yo también mentía. Hacía como si no supiera que papá ya llevaba muriéndose dos años. Uno no se muere cuando se le para el corazón sino cuando deja simplemente de vivir.
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3 de marzo de 2012

Plan en las sombras por Carmen CGOP





Akane regresó a su habitación muy pensativa hasta que un maullido la saco de su ensimismamiento. Con gran cariño, lo cogió en brazos y empezó a subir las escaleras hasta que vio a un joven sentado junto a las porcelanas que la sonreía bajo su sombrero de copa negro de remaches metálicos. La expresión traviesa captó al instante su atención y se aproximó hasta el muchacho que jugueteaba con una baraja de cartas.



—Vaya, así que habéis encontrado el gato. Perfecto. Su dueña lo anda buscando como loca por ahí— señaló el pasillo con la cabeza.


—Vos no sois el conde, deduzco.


—No. El Sr. Conde está en el jardín y se reunirá con ustedes durante la cena— enseñó un as de corazones con la mano derecha.


—Entonces, ¿no es bajito con sombrero de ala ancha y capa?


—Ese es alguien de quien os conviene estar alejada— la carta apareció en la mano contraria—. Si buscáis a la dueña del minino, está ahí— indicó una puerta cercana. Akane sonrió pero al volver a mirar, el joven había desaparecido. Cada vez tenía todo menos sentido. Llamó a la puerta y fue recibida por los dos ocupantes de la habitación, una mujer muy hermosa y un hombre de barba rojiza—. Hola, estaba en el pasillo.


 —Ah, gracias. Lo he buscado durante horas. Tiene la manía de escaparse ¿sabes?


—Si no se escapará no sería un gato— se rió entre dientes el caballero de acento escocés.


—Tonterías. Por cierto, ¿tú eres nueva, no?


—Sí. Y me acaban de pasar unas cosas muy raras— pasó a narrarles todo lo ocurrido.


—Eso bien podría inspirar una buena historia— rompió a reír el hombre.


—Hm. ¿Y cómo dices que te llamas?— la dama no estaba en absoluto impresionada.


 —Akane Fuchida. Encantada.


—Él es Liam Walls y yo soy Victoria Robles. Y el gato que sostienes se llama Schrodinger.

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2 de marzo de 2012

Tarde o temprano por LGrajalva


El viajero que descubriese Mhanseon casualmente no encontraría en la casa ni en sus alrededores nada extraño. Marion y Arthur le dispensarían la exquisita hospitalidad que el conde Thorn, actual dueño, tiene ordenado ofrecer a sus visitantes. Sería informado de que podría permanecer en la propiedad el tiempo que estimase oportuno, y disfrutar de la belleza de su jardín, de la elegante decoración de sus salones y de la impecable atención de sus empleados hasta que decidiese, libremente, marcharse. Sería así exactamente, si no fuera imposible que un viajero casual descubra Mhanseon. Todos los huéspedes de Mhanseon forman parte de un plan. Y ese plan es la única razón por la que este lugar existe, por la que yo misma continúo existiendo. Mi nombre es Morrigan y en mí todo es ausencia, excepto algunas cajas selladas que Mhanseon guarda en lugares ocultos y que jamás nadie se atrevió a buscar. Alguien pudo imaginar que nací, que me llevaron lejos y pude regresar o que jamás lo hice, que algún día me contuvo un cuerpo hermoso o sólo fui la imagen del deseo… Alguien pudo inventar que construyó una casa para mí, en esta tierra o en cualquier otra, en un tiempo que ya ha transcurrido o que está por llegar… Alguien puede creer que habito sus estancias, que mis rasgos están en un retrato o que hablo desde el aire y el fuego… Y alguien puede soñar que él mismo existió, amó y sufrió sin que en realidad lo hiciera nunca. A Mhanseon sólo llegan quienes traspasan los límites de sus sentidos, quienes desafían a su pensamiento, quienes exigen a la vida nuevas revelaciones, quienes sienten que dentro de sí mismos aún se ocultan respuestas. Todo el que llega a Mhanseon lo hace atraído por mí, aunque no se percate de ello. Les hablo con su voz, avivo sus deseos inconcretos, les convenzo de que éste es ahora su lugar en el mundo... Respondo a la llamada de sus mudos gritos, de sus erráticos pasos, de su incapacidad para seguir viviendo la vida de otros, su vida de antes. Aquí llegan únicamente los que ya no pueden vivir más que dentro de sí mismos, cascos vacíos de barcos que salieron al mar cargados de riquezas y han naufragado en todos los escollos. 

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1 de marzo de 2012

Ningún plan



Tadeusz, Tadeusz… mi primer gran amor, el hombre al que amé como nunca he amado a nadie, el que tenía hielo ardiente en la mirada y se movía como solo lo hacen los gatos y las serpientes… Te recuerdo rubio, hermoso, altivo. El tiempo, ese filtro poderoso, no ha podido hacer nada contra tu recuerdo. Si cierro los ojos, puedo todavía escuchar tu voz con todos sus matices, con su acento eslavo que prolongaba las eses en un susurro de ofidio y se atascaba duramente en las erres; aún puedo ver el brillo maligno de tus ojos azules y el dibujo de tu cuerpo perfecto recortado contra la luz del balcón, como la silueta de algún efebo clásico. Tenías los brazos levantados, tus manos parecían sujetar el muro y tu cabeza erguida desafiaba al mundo. Íbamos a casarnos dos días más tarde, acababas de decirme “Te quiero mía para siempre” y yo, desde la cama, miraba tu espalda, me abandonaba a la placidez del amor recién hecho y no sentía el ir y venir de tus palabras en mi cerebro.

Pero estaban allí, dando vueltas de un lado para otro en mi cabeza, inquietas, buscando un lugar de mi pensamiento donde alcanzar su significado. Tal vez se unieron a otras que vagaban por allí desde hacía algún tiempo o a pequeñas secuencias la película de la que éramos protagonistas o a alguna frase suelta (“¿Otra vez vas a llamar a tu madre? ¿Nunca vas a aprender a vivir sin ella?”) y, entre todas, sin que yo me percibiera, fueron conformando una certeza, una evidencia que se manifestó en el momento más oportuno, justo cuando el sacerdote me preguntaba si te quería por esposo y si te amaría, te honraría y te sería fiel hasta que la muerte nos separara. En aquellos segundos de pesado silencio, de aire denso impregnado de olor a templo cerrado, a cera y a flores, de decenas de ojos fijos en nosotros, mi mente compuso la ecuación de la igualdad: “Para siempre”. Y comprobé, aterrorizada, que no podría aceptar sin más un compromiso a tan largo plazo y que, si lo hacía, estaría engañándote y, lo que es peor, engañándome.

Si las palabras las carga el diablo, aquel “hasta que la muerte os separe” tenía el poder destructor de un misil. Levanté la vista hacia el sacerdote que ya me miraba esperando mi respuesta y luego miré más allá de su rostro congestionado, hacia el retablo dorado lleno de imágenes policromadas. Y luego volví la cara para mirarte a ti, Tadeusz, para fijarme una vez más en tus ojos azules y en el gesto de contenida suficiencia que dibujaba tu cara.

“¡Lo tenías todo planeado para ponerme en ridículo delante de todo el mundo!”, me gritaste días más tarde, cuando por fin decidí contestar al teléfono. No intenté convencerte de lo contrario pero, desde luego, si algo no hubo fue premeditación, si algo no tuve fue un plan; si en aquel momento me levanté el vestido y salí corriendo no fue porque hubiera planeado de antemano el modo más cruel de humillarte. Fue porque, de pronto, todo había adquirido sentido dentro de mi cabeza y me había dado cuenta de que aquel “hasta que la muerte os separe” era demasiado peso para mí, sobre todo cuando implicaba pasar el resto de mi vida con un hombre que me quería suya “para siempre”.
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