Botellas de cristal fotografía de Jonny Miller |
Cuando Héctor Latorre abandonó el Perú desde el puerto de Matarani en Arequipa portaba un equipaje impropio para alguien que había formado parte de la alta sociedad peruana desde su cuna: una maleta con algo de ropa, una bolsa de viaje con un par de libros y el sombrero panameño que había sido de su padre. Regresar a Perú había sido un acontecimiento extraño y desconcertante, después de tantos años viviendo en Nueva York, pero como nada quedaba allí para él, pensó que en sus raíces encontraría algo de sosiego. Se equivocaba, desde luego. Tampoco había nada allí para él, por eso también se marchó. Quiso dejar a tras sus recuerdos, por aquello de soportar una existencia algo más placentera, pero tampoco le fue posible, así que asumió que debía viajar con ellos.
Una de las ventajas de viajar en barco es que se dispone de mucho tiempo para observar a los demás, y Héctor Latorre siempre había sido una persona muy observadora. Todas las mañanas, a eso de las doce, una señora casi anciana se sentaba en una de las hamacas de la cubierta superior de proa. No hablaba con nadie, ni leía, solo cerraba los ojos y se dejaba bañar por los rayos de sol mientras saboreaba un gin-tonic que ella misma se preparaba haciendo uso de una pequeña botella de cristal. Luego dejaba la botella junto a la hamaca y se marchaba, para repetir el mismo ritual al día siguiente.
Posiblemente, a su alrededor y en aquel viaje, estaban sucediendo muchas cosas, pero a Héctor nada le resultaba más curioso que el comportamiento de aquella extraña mujer. Y así, como quien espera detrás de la puerta en silencio, Héctor comenzó a recopilar una tras una aquellas pequeñas botellas, que comenzaron a tintinear en una maltrecha caja de cartón en su camarote, sin saber muy bien qué hacer con ellas.