Atrapada en un lugar del espacio-tiempo indeterminado, la mansión —cuyos habitantes no pueden abandonarla pues han sido seducidos por ella —, puede despertar en cualquier lugar o época de un modo imprecedible. Eso lo decide la pluma del escritor o escritora que se aloje en Mhanseon. Pero… ¿quién vive en la mansión? Pasa y lo comprobarás.

15 de junio de 2012

El peso de la memoria por NClarín


   Hoy hace un día de perros en Mansheon, se ha levantado un viento desapacible en extremo, hace un  frío que cala los huesos y no ha parado de llover desde ayer.  Casi todos nos hemos refugiado en la sala de música y ahora mismo estamos  escuchando   el  Concierto para violín en re mayor, Op. 35, de Tchaikovski.  Su música es un compendio de los secretos que encierra Mansheon, pues en ella están presentes el amor, la muerte, el destino, la belleza, la desesperación…
   Tchaikovski era homosexual, esto no constituye ningún secreto para nadie, mucho menos para los amantes de su música, lo cual marcó su vida y está en la base de sus fracasos afectivos y emocionales.  A pesar de serlo se casó con Antonina Miliukova, una discípula suya,  para acallar las malas lenguas y salir de dudas, algo fácil de entender  si tenemos en cuenta que en aquella época era un grave pecado. Pero su matrimonio fue un rotundo fracaso que lo sumió en una profunda depresión que lo apartó de Antonina y lo llevó a un intento de suicidio.  Fue precisamente en esta tesitura vital en la que compuso el concierto que ahora escuchamos.  

  Mientras su música nos envuelve,  al influjo de la condición del autor y su atormentada vida,  recuerdo el caso de un amigo que, de forma inexplicable, se quitó la vida colgándose de un madero en su propia casa. Cincuenta y tres años tenía, los mismos que  el compositor ruso cuando murió. 


   Se llamaba Luis y era el dueño de uno de los dos bares del pueblo,  la persona más correcta y atenta que yo he tratado en mi vida.  Es verdad que algo debía agitarse en su interior porque a veces tenía reacciones agrias, incomprensibles para mí, pero fuera de esos excesos verbales, que obedecían a una lógica aplastante cuando supe de su secreto, nada hacía suponer en él ningún desajuste anímico ni emocional.  

   Recuerdo el día en que su  hermano menor se lo encontró colgado de una viga del techo de su propia habitación. Su muerte supuso un impacto psicológico tremendo  para todo el pueblo, nadie podía explicarse  qué motivos podría tener  Luis  para quitarse la vida.  Tal cosa era impensable, inimaginable en una persona como él. Si un suicidio siempre sobrecoge y nos transmite aflicción el suyo, por lo cercano y por lo incomprensible, causó auténtico pasmo, dolor y desconcierto. Nadie supo o quiso encontrar una causa que  explicara las obscuras y penosas  razones que lo habían llevado a tomar tan fatal decisión. La opinión unánime, aparentemente, pues en los pueblos cada cual tiene su propia opinión, pero no la dice,  es que algo muy grave o muy triste debió  llevarlo al desconsuelo y no vio otra salida a su desolación que sacrificar su vida.  Pero nadie aventuró un motivo. En los pueblos el silencio forma parte de su propia cultura y el suicidio de Luis no iba a ser una excepción, su arrebato fue uno de esos misterios que la muerte se lleva a la tumba y que solo el tiempo, y no siempre, desvela. Porque ¿qué podía angustiar a una persona como él que jamás había protagonizado ningún escándalo ni se había desviado de su conducta modélica, que  se llevaba bien con todos, era querido,  tenía amigos, carecía de enemigos  y nunca hizo o dijo o se le detectó nada que pudiera abonar la sospecha de que lo atormentaba algo tan comprometido como para llevarlo a desear la muerte? Luis era una persona entregada a su trabajo y, en su tiempo libre, a los amigos.  Vivía solo, pues sus padres murieron hacía ya tiempo y sus hermanos habían emigrado. Estaba soltero  y no se le conocía  relación con ninguna mujer. Pero incluso estos elementos, que podrían constituir factores a considerar, se ignoraron, nadie los tuvo en cuenta, pues solteros cómo él abundan en los pueblos  y en asunto de mujeres cada cual se las apaña como puede, pues  la pacata y reprimida sociedad rural sabe guardar muy bien las apariencias.  Su soltería por sí misma no era en absoluto una razón de peso que pudiera explicar su muerte, en cuanto a la soledad, es asidua compañera de los pueblos olvidados a la que están abonados muchos de sus habitantes.  Su muerte, pues, a la luz de estos datos, no podía esclarecerse. Aunque no cabe duda de que eran indicios que nadie supo o no quiso valorar, y si alguien lo hizo alimentó al  silencio. 

   Tuvo que ser alguien de fuera, una mujer, alguien para quien  una mirada, un gesto, un guiño tienen significados muy concretos, sin otros elementos de juicio que sus propias observaciones,  quien más tarde, cuando la conmoción sufrida por su muerte se fue desvaneciendo, la que me aclaró, en un susurro, el misterio de la causa que llevo a Luis al suicidio: “Era homosexual”. Si hubiera sido del pueblo me habría dicho “era maricón”.   Entonces lo comprendí todo. 

   Homosexual,  palabra terrible,  innombrable tabú,  concepto maldito capaz por sí mismo de arrojar a los infiernos dantescos a la infeliz criatura sobre la que recayera la más leve sospecha de verosimilitud.  En los pueblos  sólo tiene carta de naturaleza  lo apolíneo, ámbito en el que se niega toda posibilidad a tamaña desviación antinatura. “¿Aquí maricones? Aquí todos somos como Dios manda”.  No es posible, no, que entre quienes viven de la naturaleza y están en permanente contacto con ella existan individuos que la contradigan.  Por tanto, pareja eventualidad es un absurdo,  una entelequia.  De ahí que nadie hable ni nadie  plantee un problema que no existe.  No había que descartar que se diera algún caso aislado que rompiera la armonía, nadie ni nada es perfecto, pero eso estaba por saber, y si se sospechaba de alguien en particular se comentaba en circuito cerrado con el asombro de lo inaudito, para que no se entere nadie, no vaya  a ser que se cumpla el refrán de to se pega menos la hermosura. Y se calla y se disimula, cualquier cosa antes de enfrentarse  al horror de saber que semejante vicio repugnante está entre ellos, eso no se podía admitir, allí sólo había hombres íntegros  y mujeres de verdad, puede que hubiera alguna “machorra” como las había en todas partes, una desgracia como otra cualquiera,  pero de ahí a admitir que hubiera algún maricón, ¡ni pensarlo! Mucho menos una tortillera. Esa clase de depravaciones pertenecen a otras latitudes, a otros lugares,  a las capitales donde todo es libertinaje y perdición,  en los pueblos no existen esas cosas gracias a Dios, todo el mundo es como hay que ser y la Santa Madre Iglesia ordena, faltaría más. Además, las habladurías de este jaez hay que ponerlas en cuarentena, ya que pudiera darse el caso de que hubiera gato encerrado, pues en los pueblos circulan ríos subterráneos de odios y envidias que lo enrarecen todo,  estas cosas  son muy delicás como para darles pábilo alegremente. 

    Cuán desdichado o desdichada, empero, quien viviera bajo el estigma de su torcida   inclinación.  El sólo temor a que la especie pudiera afectarle taja una brecha, excava una sima insondable entre el desventurado y su entorno que lo  separa del contacto social fructífero, obligándolo a un vivir sin horizontes y entregándolo a una vida arrendada.  A partir de ese momento su espacio vital se cerrará  y se abrirá para él la agonía del fingimiento, que se instalará en su mente como penitencia por ser distinto, condenado a avergonzarse de sí mismo por su inconfesable tara. Su única defensa, denegada la de oficio, la encuentra  en  la suspicacia, la desconfianza, el recelo y la tensión permanentes, sus valedores más fiables y cercanos, para librarlo de las garras del verdugo. Sus alegaciones, desconcertantes e inexplicables –máxime si goza de una reputación general-, se manifiestan en forma de tormentas afectivas que reproducen agrias recriminaciones,  cuando no insultos, como respuesta a algún comentario o broma de cuya verdadera intencionalidad albergue alguna duda, que no persiguen otra cosa que desviar la atención del jurado y desconcertar al testigo para desprestigiarlo ante el tribunal que lo juzga.  De paso, darse un respiro, reconfortarse a sí mismo, desahogarse, rebajar la presión de su cerebro por la vía de descalificar y ridiculizar  a quien, con toda seguridad, lo crucificaría si supiera que no es lo que se ve obligado a aparentar. Pero nadie, absolutamente nadie, puede llegar a sospechar la verdadera naturaleza de sus inexplicables reacciones. Las consecuencias son terribles. Esa  constante rigidez de su  sinvivir diario soportando la estela del temor a verse  sometido a juicio público, a que su nombre circule de boca en boca, a que lo miren de reojo, a que cuchicheen a su paso, a verse estigmatizado por todos, hasta por sus mejores amigos, incluso por su propia familia...  Sobre estas y parecidas premisas  tienen lugar en los pueblos  suicidios inexplicables  que sumen a todos en el dolor y en el desconcierto.  Detrás late siempre la tristeza insondable de un ser que vive en un mundo que no tolera lo que la  naturaleza  ha hecho si lo hecho no es natural, como si lo natural  fuese lo que el hombre decide que sea en su pretensión estúpida y suicida de corregir a la naturaleza, negando el derecho a vivir como cualquier otro ser humano a quien no ha puesto ni quitado nada para ser como es.  Si al menos hubiera en su vida o tuviera la esperanza de encontrar un alma gemela que lo distrajera de su desdicha, pero ¿dónde encontrarla y cómo si sus tribulaciones han de ser  las mismas?  Y si por ventura la  encontrase, ¿qué?  ¿Cómo vivir con el permanente  temor a ser descubierto, a ser delatado? ¿Cómo borrar en la mirada de los demás el brillo de la sospecha? ¿Cómo deshacerse  de la endémica inquietud a ser sorprendido in fraganti, a que un gesto, una mirada, un guiño lo denunciasen, a que el secreto de su infamante condición ya se supiera y todos callaran por pudor o esperaran  el momento oportuno para revelarlo o ya lo supiera uno que a su vez lo comentaría con otro y éste con  otros  hasta que todos acabaran por saberlo y estuvieran al acecho  de observar en él cualquier detalle  que los confirme en sus recelos?  Sospechas, sólo sospechas, su vida es  pura sospecha, sospecha hacia todos porque todos sospechan de él.  Aun así se agarra desesperado a la esperanza de que mañana será otro día, de que tal vez mañana... Y pasa mañana y pasado mañana y muchos mañanas y lo que aflora es la idea del sacrificio, la convicción de que ya nada  vale la pena, de que esta vida es una farsa y la suya, de puro fingir, una tragicomedia, un pleonasmo, una tediosa reiteración mecánica de gestos, hechos y palabras falsas que han hastiado su espíritu y han desfigurado su alma. Ya no puede reconocerse, su yo auténtico no cuenta ni para él ni para nadie, no existe, es  un fantasma.  La idea  de ofrendarse no lo consuela porque, ¿de qué va a servir? Si alguien está en su secreto y es medianamente honesto tal vez lo comprenda y  lo compadezca en silencio de forma hipócrita, nada más; y si no lo está ni sabe nada se preguntará por qué sin intención de averiguar la causa, sin preguntarse siquiera si él tuvo algo que ver en su fatal decisión.  Su gesto le vale a él solo, comienza y acaba en él, puede que alguien sienta dolor sincero, incluso lo recuerde con afecto, pero nadie sabrá de su supremo gesto de protesta ni  de su silenciosa rebeldía, nadie sabrá de su ofrecimiento ni defenderá su causa, sólo hay vacío a su alrededor, nada ni nadie a quién asirse,  nada ni nadie por quien luchar, sólo está él ante su absurda vida, ante un ser que se ignora a sí mismo.  Su doloroso reproche es el único consuelo que siente antes de entregar su espíritu a su sino con una decepción y amargura infinitas. 

   No pude reprimir unas lágrimas con su recuerdo al influjo de las melancólicas notas de la música del maestro ruso cuya muerte también está rodeada de misterio, pues se sospecha con fundamento que se  suicidó. 

    Mis compañeros, que observaron mi llanto, dieron por hecho que lo hacía influenciado  por la música, y acertaron, pues fue ella la que me transportó a un tiempo en el que la esencia del ser era la apariencia, el disimulo y la mentira que llevaron a muchos a la más angustiosa de las muertes.  Hoy también están vigentes esos tres pecados, lo estarán siempre, hoy y mañana también hay muertes amargas, pero mi amigo Luis, de haber vivido hoy, tal vez habría podido darle a su vida el rumbo que él quería y que no pudo darle, sólo pudo hacer uso de la única libertad que le quedaba: disponer de su vida, a pesar de que su vida ya no era vida, y si estaba ya muerto lo único que hizo fue hacer su muerte oficial. No fue, por tanto, un suicidio, ¿cómo iba a serlo si ya estaba muerto? Fue una protesta, no, un reproche al mundo de la única forma en que él podía hacerlo, pues mi amigo era incapaz de protestar.    

   Acabó el concierto, todos quedamos momentáneamente absortos, abducidos por las vibrantes notas finales del violín, magistrales, imposibles, emocionantes, y como a un impulso todos nos pusimos de pie y aplaudimos, como si tuviéramos a la orquesta ante nosotros. Fue un momento especial. Luego, cada cual se retiró a su habitación a meditar. Yo me dirigí a la cocina, tenía que ver al mayordomo, teníamos pendiente una conversación sobre Morrigan… 

NClarín

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