Mhanseon 30/11 /1880
Hoy recibo
a mi primer invitado. Una mujer. Se llama Victoria Robles. Mi padre me puso un
cable desde España, a donde había ido a cerrar unos negocios, avisándome de que
había encontrado a quien sería mi primera invitada.
“Mi querida
reina Morrigan, mi amada hija. Los negocios van bien. Pronto volveré a casa,
solo espero resolver unos asuntos con mi agente español para coger el barco y
regresar a tu lado. Pero antes que yo llegue tendrás una visita, tu primera
invitada va de camino. Te encantará, estoy seguro. La conocí en un hotel aquí,
en Sevilla. No te cuento más. ¿Recuerdas nuestro juego? Ella tiene el don. Y el
secreto. Tu padre que te adora.”
El segundo nombre
tiene su secreto
se escribe en tinta
negra
sobre el blanco tierno.
Mhanseon
30/11/1955
El ruido de
la máquina de escribir de Walls se superponía a la trompeta con la que Cooper,
en el jardín, atraía a los cuervos y espantaba los gorriones. Hacía cuatro días
que la música había vuelto a su vientre, gestando canciones nuevas que le
recorrían todo el cuerpo.
Héctor le
sorprendió con los ojos cerrados y los dedos veloces sobre los pistones.
—Nunca
tocaste esta canción ¿de quién es?—le pregunto. Parecía recién salido de la
cama, con el pelo revuelto y aún sin afeitar. Tenía los dedos manchados de
tinta negra.
A Cooper le
sorprendió verlo así a las doce de la mañana. Otro día ya habría preparado algo
para almorzar. —¡Vaya! —le dijo—y tú ¿de dónde sales? Parece que te hayas
acostado vestido.
—¿Acostado?
Oh, no. He tenido una noche llena de sueños… inspiradores, creo. Tuve que
levantarme y ponerme a escribir. Pero tú… ¿esa melodía? Me encanta, es… tristemente… ¿sensual?
—Sí —le
contesto sonriendo. Su rostro se iluminaba cuando reía—. Hace tiempo que no
componía. Aún no la terminé, claro. Tengo la melodía pero sólo los primeros
versos: Mujer de rostro vacío/ impenetrable muro de hierro/ forjado de engaño y
ginebra — recitó con una voz grave.
—Vaya,
Benjamin, es buena, muy buena diría yo. No me habías dicho que eras tan buen
compositor.
—Bueno, es
una triste historia, amigo. Ya le cantaré a usted cuando termine—le
contestó en castellano. Cooper aprendía rápido los idiomas y a Héctor le
encantaba enseñarle.
—Muy bien.
Aprendes rápido amigo—Héctor le palmeó la espalda—. Voy a asearme antes del
almuerzo. Por cierto, que hoy dejé a la pobre señora Albrich sola con toda la
cocina.
Vieron
llegar a Louise por el camino del bosque. A pesar de la lejanía y del aparatoso
sombrero de piel con el que espantaba el frío era inconfundible, tenía una
forma de andar que la delataba, como de militar queriendo ocultar sus pasos.
Venía cargada de camelias.
Mhanseon 30/11/1880
Era una
tarde dulce de otoño cuando llegó Victoria Robles. El cielo estaba extrañamente
claro y una brisa del sur nos traía recuerdos de las camelias en flor. El
cochero la dejó delante de la puerta abierta de la casa. No entró. Miró a su
alrededor buscando, pero la sombra de mi karrigan
me guardaba de sus ojos. Parecía una estatua de carne, rígida, expectante. Me gustó.
En una de sus manos, enguantadas de negro, guardaba la tarjeta de mi padre, con
la otra sostenía un sombrero de ala ancha con una cinta rojo fuego. Llevaba el
pelo recogido con un moño elaborado que, debido al traqueteo de la calesa había
perdido su compostura. Se cubría con un guardapolvos de viaje que no me dejó
ver el color de su vestido. Me lo imaginé verde oscuro, como sus ojos.
Mr Tydesson
salió a recibirla justo cuando ella empezaba a preguntarse qué hacía allí. Le
sorprendió el enorme parecido que tenía con el hombre que fue a recogerla al
puerto.
—Bienvenida
a Mhanseon House señora Robles—Arthur la
recibió con un muy practicado castellano—. Por favor. Detrás de usted.
Victoria
subió los tres escalones con precaución. Fue entonces cuando pude ver asomarse
la punta de su vestido, como había supuesto, verde.
Lo primero que hizo después de refrescarse del viaje y cambiarse de ropa
fue ir a la biblioteca. Mrs Albrich le dijo que tenía dispuesto un té en el
saloncito, pero ella parecía tener otras inclinaciones.
—El
conde está orgulloso de su biblioteca y me gustaría verla antes que nada—le
dijo a Mrs Albrich—. Supongo que sabe por qué estoy aquí ¿verdad?
Mi buena ama de llaves no sabía a qué
atenerse. La dama era bellísima, elegante, sin duda y no quería sospechar las
intenciones del conde para con ella. Ella y Arthur se habían preguntado si es
que el conde iba a casarse de nuevo o si ya se había casado con la mujer
española. Esta idea les despertaba sentimientos encontrados.
—Es usted invitada del conde, señora. Él no
nos da más explicaciones que las necesarias y es que la atendamos esmeradamente
hasta su regreso.
—Ya veo. Yo le aclararé. Vengo a encargarme
de la biblioteca. Hace tiempo que no hace inventario y parece que tiene también
un sinfín de documentos sin clasificar. A eso vengo yo, a catalogarlos.
Mhanseon
30/07/2015
—Ya qué
puedo hacer. Sólo esperar, como siempre, a que termine lo que sea que esté
escribiendo y salga de su encierro.
Héctor le
hablaba a su tablet; esperando que ella
sí le escuchara. Akane se había encerrado el día anterior en una de las
habitaciones y le había dejado a él solo, vagando por la casa, sin ganas de
leer ni de cocinar, esperando a que concluyera uno de sus relatos.
Milagrosamente
consiguió conectarse a un portal de música. Ya no quedaban muchos, apenas
sobrevivían seis en todo el mundo. El caos del 13 aún no se había resuelto del
todo. Era una web dedicada a música étnica, le llamó la atención un título
“Buhardilla de lluvia”, cantaba una mujer con una boca grande, apenas se movía,
solo el pelo parecía volar al compas del arpa y los violines que la
acompañaban. Cantaba en castellano con un acento dulce, melancólico. Estaba
hipnotizado, sin control sobre su cuerpo y sus deseos. Sus pies, libres de
órdenes, decidieron subir escaleras. Hasta entonces sólo les habían permito la
primera planta y no conocían el final de la escalera encaracolada y
estrecha que se encaminaba al cielo
desde una esquina del segundo piso.
La canción
terminó con unas notas suaves de arpa, Héctor tuvo la sensación de despertarse
de un sueño. Se encontró en un piso
oscuro; delante de él un amplio pasillo terminaba en una suerte de minúscula
plaza tomada por una escalera de caracol. Contó siete puertas, todas cerradas,
todas con una placa de metal sucio, hasta llegar a la escalera.
Subió
despacio, jugando a trazar caminos sobre el polvo del pasamanos. Cuando llegó
al final pudo ver sus huellas en los escalones, como si hubiera caminado sobre
nieve negra. Parecía que nadie se había acercado a ella en cien años.
—Es un contrasentido—murmuró—. La casa está
impecable y, sin embargo, esta escalera parece abandonada desde hace siglos.
Como si no perteneciera a la casa.
Le costó abrir la puerta de madera, la humedad la había hinchado comiéndose el
dorado con el que alguna vez la habían pintado. Tuvo que agacharse para pasar,
era más pequeña que las otras puertas de
la casa.
—Como si
entrara en la madriguera de Alicia.
Héctor hablaba en alto. Era una costumbre que
le seguía desde niño. Hablaba solo para ahuyentar el miedo a la soledad, para
compartir los juegos con alguien que no fuera la sombra de su gemelo muerto.
Toda su
infancia la había pasado en la enorme mansión familiar en el centro del Perú,
en medio de enormes plantaciones rodeadas de muros electrificados y soldados
armados hasta los dientes. Sus padres vivían la mayor parte del año en Nueva
York dejándolo al cuidado de uno de sus tíos, bebedor y mujeriego a pesar de
haber superado los setenta. Se crió con una anciana india uru
y dos de sus hijos que estaban al
cuidado de la casa, una cocinera que había servido ya a su abuela y un tutor
que vigilaba lo que aprendía en la escuela online. No vio a un niño de carne y hueso hasta que a
los once años le internaron en un colegio.
Cuando
preguntaba por qué no había niños en la plantación, o por qué no podía ir a una
escuela normal, el tutor se encogía de hombros y le daba una hora libre para
jugar con la videoconsola a matar alienígenas. La cocinera le decía que tenía
que ser así para que la muerte no se lo llevara como hizo con su hermano. Pero
Juanita, la uru, tenía otra explicación para su aislamiento.
La
habitación era, en contra de lo que esperaba, espaciosa y luminosa. Un solo
espacio abuhardillado con un enorme ventanal de tres alas, partidos en dos por
un mosaico de cristal, en él, unas ninfas bailaban en un bosque, en el centro
de un lago y en unas nubes que descargaban agua sobre una perfecta Mhanseon de
cristalitos marrones.
Los últimos
rayos de sol hicieron bailar a las ninfas del lago sobre el suelo de madera
blanca. Héctor se agachó, intentando atraparlas con las manos. Le sorprendió
poder oír sus risas y sentir la suavidad de sus alas en los dedos.
Se sentó en
el suelo maravillado del prodigio. A su alrededor un arcoíris ocultaba las paredes. Se sintió dentro de él.
—Dentro de
la cueva del arcoíris—dijo riéndose. Se acordaba de Juanita y del cuento que le
contaba cada vez que estaba triste—. Dentro de la cueva del arcoíris viven los
fabricantes de sueños. La mujer-luz los lleva allí cuando nacen. Allí los cría.
Son los que sueñan el mundo. Sin ellos no existiría. Tu hermano vive allí.
Vosotros dos sois soñadores, pero tu cueva arcoíris está lejos de aquí. — Con
estas palabras la india uru le explicaba el mundo, su soledad y la muerte de su
hermano. Los demás decían que eran fantasías. Ahora creía verla bailar sobre el
lago de las ninfas.
Mhanseon. 21/12/1880
El invierno
nació fecundo en lluvia. Las suaves de otoño se transformaron en tormentas
vespertinas que llenaban el cielo de cintas rojas, hermanas de la del sombrero
de Victoria.
Su
presencia llenó la casa de música cálida. Victoria revoloteaba por las
habitaciones cambiando la posición de los muebles y llenando de color las
estancias umbrías. La dejábamos hacer.
Yo
observaba cada uno de sus movimientos. Disfrutaba, como ella, las mañanas
borrascosas en las que, desafiando al frío, salía al jardín, casi desnuda, y se
lavaba el pelo con el agua de lluvia. Trabajaba a su lado, concienzuda,
rescatando libros olvidados y colocándolos en su lugar en los estantes;
limpiaba con ella el polvo acumulado en los legajos y repintaba de oro el
escudo familiar en los pergaminos del árbol genealógico.
Subimos a
la buhardilla, olvidada con cunas blancas y vestidos antiguos, rebuscamos hasta
encontrar el arcón donde, según mi padre, se guardaban documentos del primer
Torn, al que el rey Arturo nombró caballero de su orden. Lo encontramos junto a
varios retratos de damas muy hermosas y de caballeros con barbas pobladas y
gesto duro. Hicimos de ese lugar nuestro patio de juegos; convocamos a las
ninfas que tosían bajo siglos de polvo y pintamos las paredes de blanco
luminoso, luego colgamos el retrato que me hicieron para que mi padre no
olvidara mi rostro.
Todas las
tardes nos encerrábamos en la buhardilla, Victoria escribía en un cuaderno
grande con cerradura de plata vieja, hasta que la noche anunciaba su presencia.
No quería que lo leyera, pero yo no podía complacerla, así que, cuando la casa
descansaba del día, subía a hurtadillas y leía una página del libro que empezó
a escribir el día en que llegó. En la primera hoja, unas letras grandes y
redondas decían: “Erase una vez un bosque de niebla, con tres cuervos blancos y
un arca de piedra”.
Mientras yo
leía lo prohibido ella abría su armario y contemplaba los cuatro vestidos de
novia que guardaba, cada uno con su tocado y sus zapatos, colocados como
soldados rindiendo honores. Delante de ellos se cepillaba el pelo, despacio,
contando hasta que al llegar a cien bailaba durante un minuto su melena.
Diario de Cooper- 12/12/ 1955
Ayer Héctor
fue de avanzadilla al ala cerrada de la casa, esa de donde proceden los
ruiditos que me desvelan. Me lo ha contado mientras nos desayunábamos con uno
de sus cafés cargados y unas tostadas francesas con mermelada de higos verdes.
Le costó entrar, tuvo que forzar la cerradura y lidiar con un paño de madera de
roble de cinco dedos de grosor. Se encontró con un pasillo muy amplio, el doble
que el de su ala, dice. Hay siete puertas cerradas a cal y canto con unas
plaquitas en ellas. Al final del pasillo encontró una escalera de caracol que
sube a lo que supone será una buhardilla. Casi al lado de la escalera está la
única habitación en la que pudo leer un nombre “Victoria Robles”. No quiso
entrar, sintió como si alguien viniera detrás de él y, bueno, había forzado una
cerradura y no se sentía cómodo. Pero volverá a subir y me contará.
Está claro
que hay algo extraño en esta casa y no son fantasías mías.
Quizá
podamos incluir en nuestra aventura a Liam, no creo que Louise quiera
participar. Ojalá tuviera piernas. Ojalá pudiera subir esas escaleras.
Mhanseon – 21/12/ 1880
Mañana es
el cumpleaños de Victoria, para
celebrarlo he ordenado preparar una cena especial y la señora Albrich hará una
tarta de chocolate, su preferida. Espero
sorprenderla, no en vano mandé traer chocolate del Congo y seguimos, paso a
paso, la receta de la Corte
de Viena. Más de una vez comentó la delicia de esta tarta nacida para el
paladar de la más exquisita reina de Austria y que ella tuvo el placer de
probarla durante una merienda en el palacio real.
Victoria ha
viajado por medio mundo, no cuenta mucho, solo de vez en cuando y ante algún
hecho concreto recuerda alguno de sus viajes. Yo la escucho con atención pero
no pregunto, sé que ella no me respondería y además así es nuestro juego.
Tengo
también un regalo muy especial, no me fue fácil conseguirlo, pero creo que
abrirá la puerta de sus secretos, o al menos de uno.
Mhanseon – 05 /08/2015
—Akane,
Akane ¿Quieres salir a dar una vuelta? Hace un día fantástico. Podemos ir al
río… preparar unos bocadillos.— Héctor le hablaba a través de la puerta de la
habitación. Akane se encerraba después del desayuno y ya no salía hasta que las
golondrinas anunciaban el ocaso. Él sabía que esa era la rutina hasta que
terminara la historia que, más que escribir, la poseía. Estaba seguro de que no
le iba a contestar así que se resignó a otro día de soledad y valoró si irse de
excursión con alguno de los diarios como lectura o seguir explorando la enorme
casa en la que habían acampado. Se decidió por esto último. No podía olvidar la
tarde anterior en la buhardilla, la luz que lo inundaba todo, Juanita bailando
en un lago. Decidió subir de nuevo.
Había más
luz en la planta, la madera parecía recién encerada, olía a miel de flores, y
los dorados de las cerraduras refulgían con la suave luz de un sol que se
colaba por un ventanuco abierto al jardín. La escalera estaba hoy limpia, sin sus
huellas.
Héctor
asombrado por el cambio dudó si era el mismo lugar, la misma escalera por la
que había subido el día anterior. La duda hizo que sus ojos se fijaran en la
puerta más próxima, tenía una plaquita con un nombre: Victoria Robles. Su mano
decidió abrirla antes que él lo hiciera. Tuvo que hacer fuerza con el hombro
para vencer la resistencia. Al abrirse salió en estampida un pequeño gato que
corrió escaleras arriba, buscando la buhardilla. La puerta se cerró
bruscamente, como si un viento huracanado la empujara. Héctor salió corriendo
detrás del gato.
Entraron
juntos en la cueva del arco iris. La mañana temprana la llenaba de luz
cristalina. Abrió las ventanas donde aún dormían las ninfas para que el aire y
un par de cornejas entraran en la estancia. Parecían conocer al gatito y se
reían de las uñas con las que pretendía atraparlas.
En una de
las paredes una mujer parecía verlo todo. Tenía los ojos más negros que había
visto nunca y una tez pálida que hacía aún más rojos sus labios. La melena, negra
y ondulada le caía sobre los hombros desnudos. Llevaba un traje blanco bordado
con diminutos cristalitos.
—Magnífico
retrato. Genial el tipo…— dijo Héctor. Hablaba para sí mismo, pero el gato dejó
su juego y se acercó a él. Ambos observaron el cuadro— Es que respira, ¿no
ves?—le dijo al gato—Es tan perfecto que parece que el vestido se mueve, los
cristales cambian de color. El cutis, sin mancha, los ojos… uauuu… consigue que
te sigan a todas partes, pocos pintores han logrado esto, ya ves. Las manos, un
punto renacentistas diría yo. Ohhh… y en el regazo reposa… ¡oiié! un cuaderno
rojo como el que encontré, y que aún ni abrí —le guiño un ojo al gato que
pareció entenderle perfectamente —. Veamos. Pone: “Morrigan Torn”.
—Así que
esta hermosa mujer se llama Morrigan Torn. Pues encantado de conocerla,
señora—se inclinó ante el cuadro—. Creo que uno de sus descendientes me ha
invitado a veranear en su casa. ¿Puedo preguntarle si conoció a mi tío?— se
acercó al cuadro y buscó la firma del autor—HLV 1879. No parece, es usted de
otro siglo. Aunque me gustaría encontrarla en el mío, señora, está usted de muy
buen ver.
Héctor
bromeaba y el gato se colaba entre sus piernas, ronroneaba asintiendo sus
palabras. Lo cogió en brazos y lo alzó delante de su cara.
—A ver tú,
que no te he visto bien. Eres pequeñito ¿sabes? Y un poco pelón ¿no? Los gatos
tienen más pelo. ¿De dónde has salido? Pero eres guapo, tienes unos ojazos
impresionantes—el gato pareció entenderle moviéndolos de un lado a otro—¿tienes
nombre?
Héctor lo dejó
en el suelo dándole tiempo a que le contestara. El gato parecía haberlo
adoptado, no se movía de su lado. Volvió de nuevo al cuadro. Su pasión era la
pintura, con la abierta oposición de sus padres se había ido estudiar a la prestigiosa Escuela de Artes de
Chicago y se ganaba muy bien la vida trabajando en uno de los mejores estudios
de realidad virtual del mundo. Su nombre figuraba en los títulos de crédito de
los mejores videojuegos. A sus 25 años
su nombre era sinónimo de éxito asegurado. Se lo rifaban. Esta pasión
era también la razón por la que se había aventurado en la búsqueda –vivo o
muerto- de su tío, desaparecido en los años 50 del siglo XX. Él debía demostrar
su muerte sin herederos para así conseguir desbloquear una herencia que le serviría
para montar su propio estudio. Quería dejar de dibujar las historias de los
otros para centrarse en las suyas propias, esas que le nacían de las manos cada
segundo.
Diario de Cooper- 15/12/ 1955
Héctor ha
vuelto medio trastornado de su incursión a la buhardilla. Subió por la mañana
temprano, poco después de desayunar y regresó a la hora del té con el rostro de
quien ha visto a Dios o a un fantasma y un gato en los brazos. Se sentó en el
salón y empezó a trasegar whisky sin decir una palabra hasta que Louise entró y
le quitó el minino de los brazos, y como si descorcharan una botella de
espumoso empezó a contarnos su aventura.
Recuerda
que volvió a cruzar el pasillo, que lo encontró más limpio, como si se hubieran
esforzado en asearlo. Subió a la buhardilla y le costó un poco abrir la puerta.
Se encontró con una sala grande y blanca, con unos ventanales con un mosaico de
cristal en el que unas ninfas bailaban sobre un lago que, con la luz del
aguacero que estaba cayendo parecía que tenía olas. Hay una mesa grande, nos dijo, y un par de sillas un tanto deterioradas;
cajas de sobreros y baúles con antiguos sellos de aduanas; una estantería con
libros y lo que cree son álbumes de fotos y recortes de periódicos. Preside la
habitación el cuadro de una mujer con unos ojos negros perturbadores y una
sonrisa que parece hablarte. Se puso a hurgar en los cajones de la mesa y
encontró un manuscrito que parecía firmar el mismo nombre de la habitación:
Victoria Robles; se titula “Donde duermen los secretos” y lleva la fecha de
1880. No pudo leerlo, se quedó dormido y despertó con el gato en el regazo y la
sensación de haber estado copiando los jeroglíficos de una tumba de Saqqara. Al
despertarse pensó que era hora de preparar el almuerzo y bajó corriendo. No se
podía creer que estaban sirviendo el té hasta que el mayordomo se lo dijo.
Por suerte
tanto Liam como Louise estaban allí y pudieron no sólo oír su historia, sino
ver con sus propios ojos el estado en que se encontraba. Liam, como yo, se ha
quedado intrigado y volverá a subir con Héctor. Se han propuesto una búsqueda
del tesoro, aunque no sepamos qué es, ya sabemos que algo hay.
Pero, como
siempre, una mujer ha de ver aquello a lo que nosotros estamos ciegos. Louise
fue la única capaz de asociar el cuadro de la mujer del gato, con la habitación
y con el libro: “La mujer del cuadro de las escaleras es
entonces, evidentemente, Victoria Robles. Doy por seguro que vivió aquí
y era, como nosotros, escritora. ¿Usted, señor Walls, sabe algo de ella?”
Liam se
quedó pensando y dándole a la ginebra durante un buen rato. No tenía ni idea,
aunque ese rostro se le hacía familiar, como si no fuera la primera vez que lo
veía. Desde luego no conocía nada publicado por Victoria Robles, al menos bajo
ese nombre. Nosotros nos encogimos de hombros, no éramos tan eruditos como
Liam. Pero realmente en lo que yo pensaba es que la Svensson se había
reconocido como escritora. ¿Qué escribe? … eso aún no se sabe, habrá que
esperar.
El gato
miraba a Louise y lamía sus manos, agradeciéndole el cobijo. Creo que fue la
primera vez que vi brillar la ternura en sus ojos. Sabía que la tenía, desde
luego, que solo había de esperar a que la coraza fuera desapareciendo, o
haciendo un hueco en ella por el que verla de verdad. Esa ternura no pasó desapercibida
para los demás. En ese momento los tres hombres del salón vimos a una mujer
hermosa, dulce y valiente, y no a la arisca a la que nos tenía acostumbrados.
Me hubiera gustado abrazarla, pero solo se me ocurrió preguntar qué nombre le
pondríamos al gato. Nos llevó un buen rato decidirnos, cuatro adultos
discutiendo por el nombre de una mascota
no parece serio, pero nos hizo bien, de alguna forma nos liberó de
corsés y nos unió. Louise propuso Misha, Liam, Perceval, y yo optaba por
Bourbon, pero “el gato al agua” se lo llevó Héctor que inspeccionó bien al
animal para concluir que era de raza egipcia, sin lugar a dudas, ya que los
conocía muy bien, y nos propuso llamarlo Sdamiu, que significaba algo así como
“gato que escucha” por las orejas tan grandes que tiene. El caso es que al gato
le gustó ya que al oírlo nos
contestó con un sonoro maullido.
Yo quería
que me contara más sobre su estancia en Egipto y los jeroglíficos, pero él
estaba demasiado cansado y necesitaba dormir
“otro día te contaré”, me dijo, “estaré encantado de hacerlo”. Esperaré
entonces.
Hoy ha sido
un día realmente especial. Además del ala cerrada parece que se han abierto otras puertas que hasta entonces
estaban cerradas. Empezamos a unirnos más y Louise comienza a acercarse.
Mhanseon
06/08/2015
—Hoolaaa…
¿Qué haces?— Akane parecía salida de una cueva. Despeinada y con los ojos medio
cerrados, se estiraba y bostezaba detrás de un Héctor concentrado en la
pantalla del ordenador.
—¿Amaneciste?—Héctor
no dejó de mover el ratón. Le lanzó un beso al aire y siguió a lo suyo.
—Sí. Vaya.
No me haces mucho caso—Akane le abrazó por detrás y empezó a besarle en el
cuello—¿Estás dibujando? ¿Una historia? A ver…—Héctor se apartó un poco, para
que pudiera ver bien la pantalla. Le encantaban esos besos y el olor de su
melena rozándole las mejillas—. Es esta casa. Vaya. Las escaleras, el salón, la
cocina… y esto ¿qué es?
—Una
buhardilla. Subí ayer. Y tú ¿terminaste de escribir o es un paréntesis?
—Terminé.
Creo. No sé que es, pero terminé—dijo estirándose de nuevo— ¿Hay café?
—En la
cocina. Hace poco que lo hice. Termino esto y te acompaño. ¿Quieres cenar algo?
Akane salía
de la habitación pero se volvió repentinamente —Oye ¿has leído algún diario
ayer?
—No—le contestó
Héctor—Ni ayer ni antes de ayer, ni el otro. ¡Ah! y antes de que me preguntes,
esta vez no tengo queja, solo has estado encerrada cinco días.
—A este
paso nunca acabaremos—Akane emprendió la marcha a por el café.
—No tengo
prisa, ya no tengo ninguna prisa—dijo Héctor, pero Akane ya no podía oírle.
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